Cuando se trata de enfrentar al aparato priísta, que ha mantenido sin alternancia de gubernatura a varias entidades, es comprensible la obsesión de la oposición para armar alianzas que les permitan tener posibilidades competitivas. Sin embargo, estas alianzas pueden convertirse en un pragmático bloque para llegar al poder que ignore por completo la garantía de una plataforma política transparente, un plan de gobierno con compromisos previos y sobre todo, un ramillete de candidatos con perfiles comprometidos a mostrar un comportamiento distinto al de los gobernadores del PRI.
Las experiencias previas de las alianzas PRD-PAN al seleccionar sus candidatos muestran una enorme carencia de agenda política compartida y no han sido suficientemente cuidadosas para seleccionar candidatos que garanticen un buen resultado en las urnas, sin que demeriten su desempeño una vez que gobiernan. Incluso han sido extremadamente laxos al permitir que precandidatos del PRI que no fueron elegidos pasen en menos de 15 días a convertirse en candidatos de la alianza opositora. La contradicción se hace explícita cuando se justifica una alianza para derrocar el monopolio partidista del gobierno de un estado, pero se lanza candidato a un ex priísta recién converso o a un fiel soldado de la maestra Elba Esther Gordillo.
Para los partidos, ganar con un candidato que no representa los principios que defiende puede ser poco importante, mientras cuenten con las prerrogativas y los espacios legislativos que les permitan deleitarse con mayor libertad de las mieles del poder. Para los ciudadanos resulta confuso entender una competencia con acuerdos entre ideologías que se autodefinían opuestas, aunque eso puede saldarse mientras existan acuerdos de gobernanza que privilegian las coincidencias y administren con cuidado las diferencias. Lo que se vuelve incomprensible es la tolerancia que van mostrando conforme avanzan los días de gobierno, cuando sus candidatos hacen pocas diferencias con los gobiernos priístas a los que sucedieron. Pensemos en el caso de Mario López Valdez en Sinaloa o de Moreno Valle en Puebla.
Claramente en Puebla y en Sinaloa los colores cambiaron, pero las prácticas políticas antidemocráticas y autoritarias se reforzaron. López Valdez no mostró interés en diferenciarse de sus antecesores priístas por lo que se refiere a endeudamientos, compras millonarias sin licitación, corrupción de mandos policiacos y escándalos de funcionarios.
Rafael Moreno Valle debe en gran medida su éxito político al apoyo de la maestra Gordillo. Ambos abandonaron las filas del PRI y mientras ella fundaba el Partido Nueva Alianza, él se preparaba para incorporarse al PAN desde donde obtuvo un escaño en el Senado.
El PAN en Puebla se entregó a Moreno Valle y el PRD está en una
disyuntiva compleja porque tiene muy pocas bases en el estado. Aunque su capacidad de negociación está ceñida, valdría la pena que estableciera condiciones previas y acuerdos que revirtieran definitivamente algunas de las peores prácticas del gobierno y los legisladores morenovallistas.
En el caso de Veracruz la alianza PRD-PAN no ha tenido oportunidad de mostrar si el resultado hubiera sido realmente diferente. Por ello, Veracruz es la entidad donde la alianza tiene mejores posibilidades. Para ello habrán de lanzar a un candidato de limpia trayectoria, sin vínculos estrechos con el PRI y dispuesto a trabajar por la democratización del estado, así como por la garantía de libre expresión que entre Javier Duarte y Fidel Herrera han desmantelado.
Sostener las alianzas por un cálculo cualitativo que no se responsabilice del resultado de gobierno, desdibujará aún más el espectro político en el que cada vez tienen menor identidad las siglas, los colores y las propuestas de los partidos. Sin plataforma, acuerdos previos transparentados, compromisos de rendición de cuentas, consecuencias penales por los actos de corrupción de sus antecesores y candidatos realmente alternativos, votar por la alianza o por el PRI será una decisión accesoria.