Obligado acuerdo de transición política

Conciencia Ciudadana
    •    Se argumenta, igualmente, que los trabajos de entrega y recepción suelen ser complicados, pero no deben serlo tanto; ya que en la mayor parte de los países democráticos, este procedimiento no ocupa más que unos pocos días porque las cuentas públicas se encuentran de tal modo ordenadas 


Largos se sienten los días que faltan para los cambios en los diversos órdenes de gobierno tras las elecciones del primero de julio pasado. Por disposiciones legales que las sucesivas reformas electorales han dejado intocadas, el período entre la jornada electoral y la toma de posesión de los candidatos triunfadores se extiende por un largo período de espera que en el caso de la presidencia de la República es de cinco meses y en el de senadores, diputados federales y locales, aunque menos largo, no por eso deja de pecar por demasiado extenso al retardar tanto tiempo el mandato de las urnas.
Se ha dicho y con razón, que dicho paréntesis resulta demasiado largo e inexplicable desde cualquier punto de vista; pues ni hace menos cierto que el mandatario o el representante popular saliente tenga que aceptar dejar el puesto ni que los entrantes tengan que llegar al suyo, pues la fatalidad de los resultados no puede ser revertida una vez que los tribunales electorales emiten su veredicto irrevocable.
Se argumenta, igualmente, que los trabajos de entrega y recepción suelen ser complicados, pero no deben serlo tanto; ya que en la mayor parte de los países democráticos, este procedimiento no ocupa más que unos pocos días porque las cuentas públicas se encuentran de tal modo ordenadas que sin necesidad de complicados trámites se cumple con expedición el requisito, dejando a las auditorías o investigaciones futuras la posibilidad de ajustar las cuentas correspondientes entre los funcionarios salientes y entrantes. Imagínese usted si una empresa como la Coca-Cola o el Bank of América tardaran cinco meses en sus procedimientos de entrega y recepción cuando un nuevo directivo ocupa el mando, obstaculizando la marcha del negocio y alargando el tiempo de espera para que la nueva administración tome el mando; cosa que sólo sería posible si el cambio de estafeta tardara tanto como sucede en México por obra y gracia de una disposición electoral fuera de toda lógica.
Así pues, si tal procedimiento se da en los términos con los que  todavía se lleva a cabo en México, no puede sino alimentar la suspicacia con la que los ciudadanos evalúan  la transición de un régimen a otro;  y la forma en que los que los gobernantes actuales –en su inmensa mayoría pertenecientes al viejo régimen derrotado en las urnas-  realizan toda clase de maniobras legales o ilegales para evitar que sus vencedores cuenten con los instrumentos, recursos y potestades que limiten su poder legítimo; pero sobre todo  porque los “usos y costumbres” fraguados a lo largo de casi un siglo  de control absoluto de la administración pública  acostumbró  a  la clase política mexicana a convencerse de poseer por derecho propio, los atributos innatos para decidir sobre vidas y haciendas sin más límite que el dictado por su propia consciencia; siempre dispuesta a justificar los excesos propios y condenar los ajenos, máxime si estos intentan poner coto a sus desmesuras.
No resulta fácil, por supuesto, reconocer que a partir del primero de julio las cosas han cambiado, aún cuando el marco legal y la permanencia en el poder -siempre fugaz pero más aún en estos tiempos de cambio- permita a quienes así lo hacen, encontrar los huecos y recovecos legaloides para resistirse a lo inminente, aunque solo sea por unos cuantos días.
Pero si lo que dicta la sabiduría es prudencia, lo mejor sería aceptar que es necio pelear con lo inevitable y que no es cobardía ni desmedro de un buen político y gobernante que, en casos como el que se vive actualmente, lo mejor es enviar las señales pertinentes al adversario político –al cual resulta impropio tratar como enemigo-, a fin de pactar una transición pacífica y ordenada que evite dañar a las instituciones; reconociendo, a la par, el mandato irrecusable de las urnas. No hay mejor camino para lograrlo, pues no siempre las voces que recomiendan la confrontación son las más sensatas, aunque juren lealtad eterna al poder en turno.  El cambio va, y ya nadie lo detiene.
Y RECUERDEN LOS ACTUALES Y FUTUROS GOBERNANTES QUE VIVOS SE LOS LLEVARON, VIVOS SE LOS SIGUEN LLEVANDO Y VIVOS LOS QUEREMOS, YA CON NOSOTROS.
 

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