La literatura académica critica el modelo indirecto por el que los estadounidenses eligen a sus gobernantes. Para elegir al presidente de una de las naciones con más arraigo democrático, bastan 270 votos de miembros del Colegio Electoral. Asombra que al distribuir cuántos escaños de dicho colegio corresponden a cada estado, se distorsione tanto el principio de igualdad electoral: una persona, un voto. Extraña que el mecanismo subsista, a pesar de que en dos ocasiones (1888 y 2000) el Colegio Electoral arrojó un ganador distinto al que hubiera resultado del voto popular.
Ninguno de esos efectos fue ajeno a las discusiones del Congreso de Filadelfia (1787) del que emergió la Constitución estadounidense. Antes de dicho Congreso, Nueva York y Massachusetts —entre otros— elegían a sus gobernadores por el voto directo de sus ciudadanos. Ni ese antecedente ni los argumentos esgrimidos por congresistas como Wilson o Madison impidieron que se estableciera un método indirecto para escoger a sus gobernantes. Ese modelo se ha mantenido estable por casi 230 años.
Un aspecto poco estudiado y más estimulante de la democracia estadounidense es el mecanismo por el que los partidos escogen a sus candidatos. Cada estado determina la forma en que los partidos escogerán a su candidato presidencial. Se trata de un complejo entramado de reglas que mantiene vigente el pacto federal, al tiempo que inyecta vigor a la competencia intrapartidaria.
Cada estado decide la fecha de sus elecciones intrapartidistas para escoger a los delegados a las convenciones nacionales, que elegirán al candidato presidencial. A partir de los años sesenta del siglo pasado inició una tendencia en la que los estados intentaban las primeras fechas del calendario electoral (febrero) para lograr mayor influencia sobre los candidatos de cada partido. Esta tendencia se ha ido perdiendo desde 2012, pero existe un reconocimiento histórico de que Iowa y New Hampshire deben inaugurar la temporada de elecciones.
Cada estado determina si selecciona a sus delegados a las convenciones nacionales partidarias por elecciones primarias, o por caucuses. Estas últimas son asambleas locales en las que los votantes se reúnen para decidir a mano alzada a sus delegados. Como demostró Iowa, resultan buenos escaparates para que los candidatos midan fuerzas, pero es un mecanismo en desuso, de manera que en la actualidad sólo uno de cada 10 delegados proviene de un caucus.
La otra posibilidad, es elegir a sus delegados a través de elecciones primarias mediante sufragios emitidos en boletas. Hay elecciones primarias de varios tipos. Mientras que en las abiertas pueden votar los ciudadanos residentes en el estado, en las cerradas deben ser personas afiliadas al partido. Una modalidad reciente (top two) implica que todos los votantes participan en una elección primaria única, de la cual se escogen dos candidatos que se enfrentan en elecciones generales.
Los procesos recientes en esos estados ilustran cómo las reglas de selección inyectan vigor a la competencia y fueron un claro ejemplo del diverso funcionamiento de cada uno de estos mecanismos en los que los triunfadores en Iowa (caucuses), Cruz y Clinton, no obtuvieron el mismo resultado en New Hampshire (elecciones primarias), cuyos ganadores fueron Trump y Sanders.
La competencia electoral en cada estado y las reglas bajo las que se llevan a cabo las elecciones producen mayores o menores incentivos para votaciones estratégicas, lo que posibilita que la competencia intrapartidaria se conserve plural; mantiene poderosa la competencia intrapartidista, enriquece el debate político y sostiene el interés de la ciudadanía. De lo que se ha visto hasta ahora, es claro que en el partido demócrata Hillary Clinton debe enfocarse en el voto de las y los jóvenes latinos, sobre todo en las mujeres latinas jóvenes, ya que Sanders está haciendo lo propio con los adultos latinos. La forma en la que se plantea la competencia electoral aquel país, genera incentivos en las elecciones primarias que vale la pena aquilatar.
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