Nuevo mundo

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El faro

La humanidad ha tenido desde siempre un doble dinamismo. Por un lado, el peso de lo cotidiano, que ha arrastrado a cada persona por el lento y rutinario fluir de las actividades elementales. Por otro, la ilusión y esperanza en que la situación mejorará. A veces no se tiene certeza de cómo será ese cambio, pero el pequeño rayo es suficiente para alimentar el deseo de que todo cambie para bien. Así, tan simplemente, puede describirse lo profundo y sencillo de la vida.

Así, por ejemplo, podemos imaginarnos a los ejércitos de Alejandro Magno que en su marcha hacia el oriente, fueron conociendo sociedades y culturas inimaginables. En torno a ellas y a la entrevera de todas se imaginaba un nuevo resultado. Algo así soñó crear en Alejandría.

Mucho tiempo después, los cruzados, en las diferentes incursiones a Tierra Santa dejaron su sangre y la de muchos otros regada en los campos peleando por conquistar los lugares sagrados que sabían eran de ellos, pero que también reclamaban otros con la misma fe en su verdad. Lo cotidiano era pelear, la esperanza era una nueva ciudad física que era al mismo tiempo reflejo vano de la celestial. 

Siguiendo por algunos otros momentos de la historia podemos ver a través de la mirada de los pocos españoles que se embarcaron rumbo al destino cierto del fin de la tierra rumbo a Cipango y Catay. De manera fortuita se tropezaron con tierras nuevas: fértiles, verdes, ricas. También con pobladores de tipo diverso. Lo cotidiano fue la navegación, lo extraordinario fue el continente que se encontraron y las oportunidades que se presentaron. Otro nuevo mundo.

En el siglo XVIII el mundo occidental comenzó a rebelarse contra las clases gobernantes cuya actividad cotidiana era insustancial y superficial. Se sublevaron con la intención de poder vivir lo diario de manera más digna. Se parapetaron tras las barricadas y consiguieron que nobleza y alto clero cedieran en sus derechos heredados en pos de una ley que protegiera a todos por igual. Lo cotidiano era trabajar para los nobles, lo extraordinario fue crear un sistema político que respetara la diversidad social mediante la igualación legal.

Ya mucho más cerca de nuestro tiempo, tras la primera y segunda guerra mundial, millones de personas fueron solicitadas de sus ocupaciones laborales para alistarse en ejércitos y manejar armas que no conocieron antes. Sus vidas anónimas se quedaron en las trincheras, ateridos de frío o descuartizados por bombas igualmente anónimas. Su futuro, pensaban que sería más promisorio que si caían en manos de absolutismos totalitarios. Lo ordinario era su trabajo normal, lo extraordinario un mundo regido por la libertad y el bienestar.

En nuestros días es probable que el peso de lo cotidiano sea más aplastante que nunca. Lo inmediato y acelerado de la realidad pasan por encima de nuestras vidas sin que mantengamos el resuello para respirar o analizarla en su devenir. Por este motivo, es muy difícil que tengamos tiempo para esperar un mundo nuevo, una nueva realidad o una nueva sociedad. Simplemente la esperanza y lo extraordinario se centran en que no me aplaste a mí este transcurrir autómata de lo que acontece. Esto implica que no somos capaces de luchar más allá del acontecer diario. Esto implica que la ilusión y la esperanza son cualidades en las que no nos permitimos creer. En definitiva, creemos que la violencia, el cambio climático y todo lo que vivimos, no puede revertirse ni llegar a un nuevo mundo. Quizá en nuestros días ya no se crea en que un nuevo mundo sea posible. Quizá es la razón por la que no nos comprometemos en cambiar nuestra tierra y buscamos refugio en la Luna, en Marte o en cualquier otro lugar en que se pueda comenzar de nuevo.

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