A fines del porfiriato el suicidio se había convertido en una “epidemia”, en parte porque los valores religiosos de la época poco a poco se iban separando de la vida común y comenzó a predominar el pensamiento “científico ilustrado”.
En el entorno moral de la época llegó a ser un problema que aumentaba y era necesario erradicar, la prensa destacaba estos casos en sus planas que en cierta medida le ayudaban a generar más público.
La historiadora Ana María Romero Valle ha realizado investigaciones sobre el suicidio y la prensa, haciendo énfasis en las publicaciones de El Imparcial y del escritor mexicano Carlos Díaz Dufoo, quien publicó varias obras referentes a hechos de muerte.
Su tesis de licenciatura en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México arrojó que probablemente aquel rotativo usó notas de suicidios como estrategia de mercado que hoy conocemos como marketing para tener más popularidad.
Plantea que muchos de sus adversarios comerciales, abiertamente católicos, “los acusaban de insertar notas amarillistas que atentaban contra la moral y las buenas costumbres para aumentar sus ventas”.
Durante las últimas décadas del siglo XIX era común verse enfrentados los puntos de vista “modernos” y religiosos, afirma Alberto del Castillo, doctor en Historia por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y por el Colegio de México.
El investigador afirma que, sobre los suicidios, “los religiosos responsabilizaban a la prensa positivista y perniciosa y al ateísmo que se extendía principalmente entre los jóvenes de la capital, por lo tanto los valores morales católicos se perdían…”.
Por otro lado, los “positivistas” no los atribuían a un “relajamiento moral” y mencionaban que su incremento se debía a un “fenómeno patológico” originado por problemas de salud y no éticos.
Los puntos de vista científicos y teológicos de esa época no reflejan lo que hoy se sabe del suicidio, ya que los atribuían a una condición “neurasténica” que se curaba con trabajo.
En este contexto histórico hubo un caso que fue impactante y causó gran curiosidad. Al mediodía del 31 de mayo de 1899 Sofía Ahumada con apenas 20 años perdió la vida arrojándose de uno de los campanarios de la Catedral capitalina al atrio.
En las planas del periódico “El imparcial” la crónica alcanzó una cobertura del 1 al 3 de junio de ese año.
“EXTRAORDINARIO CASO DE SUICIDIO. Señorita que se arroja de una torre de la Catedral” se leía al día siguiente en aquel diario.
Sofía era huérfana y con cuatro hermanas honradas como ella. Por circunstancias laborales, tuvieron que dejarla a cargo de una de ellas: Doña Tomasa, quien residía en la calle de la Concepción, cerca de Catedral.
En su declaración, su hermana y su cuñado, mencionaron que la joven había tenido cambios de carácter, que se veía triste, que ya no comía ni dormía bien y hablaba muy poco. La nota de “El Imparcial” menciona que ella trabajaba en una fábrica en la colonia Guerrero y en alguna ocasión, de regreso a casa, conoció a un relojero con el que se relacionó amorosamente, el joven Bonifacio Martínez.
La publicación difundió que a pesar del amor que se tenían, la joven no tardó en demostrar sus “extravagancias de neurótica” ocasionando diversos problemas en la relación.
Él laboraba en la Catedral y ella lo seguía al alto cuerpo de la bóveda donde está el reloj y mientras él trabajaba ella paseaba por el lugar.
Durante una pelea en la torre- continúa la nota-, a las once y media del día, las tensiones crecieron, hubo gritos y escenas de celos, lo cual desencadenó más la furia de la joven en lo alto del reloj de la catedral, “quieres que terminemos, pues ya está”.
La joven subió por la escalera de caracol al segundo cuerpo de la torre, y desde ahí decidió lanzarse al vacío. Su novio intentó ir por ella pero el miedo a ser inculpado lo hizo regresar y esperar hasta que un gendarme de la policía lo llamó para ser interrogado luego de los acontecimientos.
El cuerpo de la joven fue llevado a las tres de la tarde a la Inspección de policía del Hospital Juárez. El caso se esparció rápidamente por la ciudad causando gran impacto.
Al día siguiente, dos de junio, El Imparcial publicó que el ministerio puso en libertad a su novio, sin ningún cargo, al igual que a otros testigos.
Tal como lo presintió la joven en su nota, ninguno de sus familiares asistió al anfiteatro a reconocer el cuerpo más que tres jóvenes amigas suyas quienes mencionaron que ella ya había manifestado en ocasiones anteriores sus deseos de perder la vida.
Entre las declaraciones destacaron las palabras de Sofía: “Yo me he de matar; la muerte, creo sin ninguna duda, es la paz eterna; pero elegiré para privarme de la existencia, no uno de los medios comunes. Debemos no confundirnos con las vulgaridades”.
Según las notas, el caso fue de tal interés público que los curiosos rondaron la Catedral haciendo comentarios y suponiendo historias. “El Imparcial” publicó que el cuerpo de la joven descansaba en la fosa común del Panteón de Dolores, como fue su petición, después de haber estado setenta y tres horas en el anfiteatro. El médico forense determinó no realizarle la autopsia.
El caso de Sofía Ahumada no solo conmovió a la prensa y a los lectores de la época, si no que llegó a influenciar a Miguel Ángel de Campo, quien firmaba como “Tic Tac”, para la novela corta “El de los claveles dobles”.