Home Nuestra Palabra Javier Peralta Mirarse en quien te mira, y luego reconocerse

Mirarse en quien te mira, y luego reconocerse

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Mirarse en quien te mira, y luego reconocerse

LAGUNA DE VOCES

Todas las veces que se miraba en el espejo, comprendía que paso a paso, año tras año, se encontraría con un cada vez más desconocido personaje, al que resultaba difícil reconocer, de no ser por la ayuda de alguna de sus hijas que le señalaba con risas, el mal truco que hacía para peinarse como quesito Oaxaca los pocos cabellos que aún se mantenían pegados a su cráneo. No se diga la mirada que resultaba apenas un intento por dibujar la expresión que tuvo hace 40 años. 

Le resultaba complicado hablar de tanto tiempo atrás, porque esas veces que se miraba al espejo siempre estaban llenas de prisa, porque urgía ir al trabajo, a cumplir la cuota diaria de esfuerzo para recibir un pago que lograba mantener en tiempo la maquinaria de la vida.

Ahora se da cuenta que debió haber dedicado más horas a mirarse en el espejo, no en un acto de vanidad absurda, sí en cambio para poder reconocerse en ese futuro que, ahora descubre, de pronto se levanta como una fiera herida y come todo lo que encuentra a su paso, hasta dejar tan desfigurado al que pagó su ira, al grado de hacerle imposible que se reconozca en la edad adulta.

Otra cosa hubiese sido si hubiera anotado en la memoria hasta los cambios mínimos en el rostro: menos cabello, más cejas impertinentes que crecen sin sentido, arrugas al por mayor, un cuello que no se cansa de asemejarse al plástico blando, justo para describir el paso de la laringe envuelta en sábanas de vejez.

Sin embargo, sabe que debió haber puesto, por sobre todas las cosas, una atención absoluta en los ojos, en mirar a fondo lo que ahora observa, y que durante toda su vida negó de manera rotunda, y achacó a personas creyentes de la brujería, de la magia.

Pero sabe, vaya que lo sabe, que era cuestión de mirarse con tranquilidad a los ojos, alumbrar incluso con una pequeña lámpara, y descubrir que, desde niño, en ese diminuto espacio, había quedado guardado su destino, su futuro mocho, pero al final de cuentas su destino.

Ahora sabe observar, pero las jugarretas de la memoria le insisten en afirmar que no es él, que desde hace varios años perdió para siempre la capacidad de mirarse atentamente. Sabe que las cosas son así, pero si no insiste, si se resigna, habrá cometido el peor de todos los pecados, que es llegar a la muerte sin una identidad real, un vestigio antiguo de su nombre, de sus apellidos.

Así que ahora ya es un asunto de supervivencia, porque olvidarse a sí mismo es algo que nadie perdona, menos los que gobiernan en los territorios de la magia. Olvidaba decir que creía en la magia, en la magia real, no de los truhanes que se exhiben como lo que no son.

La magia de mirarse para mirar a todos los demás, y a veces el hecho concreto y definitivo de que al igual que con la mamá, saber con absoluta certeza que ella lo miraba, lo reconocía y permitía que él mismo se reconociera. Y lo sabe también, que fue el amor con que fijaba sus ojos en los de él, lo que le hizo saber que el universo entero alcanza en los ojos, con todos sus misterios, pero también con todo lo que llena de regocijo el alma, que dicho sea de paso sí existe.

Así que ni el pesimismo con que se miraba, la tristeza, la desazón, pueden acabar con ese don entregado de su infancia. Solo mira a quien te mire, se dijo, y podrás recuperar la capacidad de reconocerte, de saber tu nombre, de ver todo el horizonte que se abre al pie de tus ojos.

Abre los ojos, hazlos grandes, aunque en realidad los tengas casi de japonés, ábrelos, mírate en quien lo hace con tanto amor, que seguro volverán a llenarse de todas las estrellas del firmamento, y entonces, solo entonces, volverás a reconocerte.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta