Mi hermano Beto

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Mi hermano Beto

LAGUNA DE VOCES

Hasta ayer miércoles pareciera que el sol decidió que ya era tiempo de salir a tiempo completo, y no con apariciones esporádicas por la mañana, para hacerse el escondido apenas caía la tarde. Las casi dos semanas que estuviste en el hospital, igual que tu enfermedad, estuvo así de incierto, algo igual a lo que pasó en todos los que te amamos, porque celebrábamos con gusto enorme un reporte en que el doctor decía que ibas bien, que en unos días te darían de alta, para luego caer en la oscuridad de lo incierto. Me dicen que el patio central que daba a tu cuarto, dejaba entrar al mediodía vacilantes rayos, que sin embargo fueron suficientes para que estuvieras arropado con ese poquito de calor.

Debo decirte que te extraño desde que dejaste de venir a tu oficina del periódico, donde te sentías a gusto con la lectura apasionada sobre la historia de Roma, del imperio, de un esquema en el manejo del poder que nunca ha cambiado, porque finalmente hasta los más fuertes y digamos algo de sabios, sucumbían a su hechizo. Siempre que salías rumbo a tu casa, me hablabas para despedirte, para decir en esa confianza de la familia que ya te ibas. Así que estaba seguro que te vería al otro día, que platicaríamos, que recordarías el pueblo que con tanta fe traías en la memoria.

Parte de tu memoria cobró vida en mi realidad, porque conocí la laguna de San Miguel a partir de lo que contabas, a cada uno de los personajes del pueblo cuando los evocabas, la magia absoluta que seguro sí existió con todos esos fantasmas-personas que te acompañaron durante tu niñez. Eras un mago de la palabra, de las ilusiones, de la esperanza, porque tenías y tienes una fe absoluta en la bondad del ser humano. Esa era la diferencia, la luz que te iluminaba siempre, aparte del don del consejo, que me contaste, mamá tenía desde muy joven.

Eras el favorito de mamá, de papá, porque sabían que ante su falta, tú podrías ser guía de todos. Y así lo hiciste, junto con Yola y Jorge.

Ahora escucho a muchos decirme que del destino nadie se escapa, aunque te quites, aunque te pongas. Y no, yo nunca escapé del destino que me trajo a Pachuca justo cuando vine con papá a dejarte, en ese año que decidiste dejar la Ciudad de México, acompañado de tu esposa y Aurorita, tu hija. Te confieso que la capital hidalguense de ese entonces era triste, huraña (en eso no ha cambiado), y me dije que vivir aquí debía ser difícil, tristísimo.

Desde entonces tu destino era quedarte aquí, y el mío también. Porque aquí conocí a las personas que más he amado en mi vida, la vocación por encontrar la fortaleza para salir de estos momentos tan complicados, tan de plano difíciles. En eso los de Pachuca son únicos, porque son fuertes, recios ante el embate del aire cotidiano, de los sufrimientos también cotidianos. Y algo se aprende.

Así que te voy a quedar a deber siempre hermano, porque en las tantas y tantas veces que platicamos, aprendí de ti la confianza, la fe que tenías en mí, y disculpa que hable tanto de lo que gané. Porque tuviste ese don, además del que te decía, de saber aconsejar: el de la fe en la vida, en Dios, pero también en tus semejantes. A mí me tenías fe y eso puedo presumirlo, porque pese a tantas cosas me permitió caminar, anhelar, soñar con un montón de cosas.

Cómo quisiera tener tanta fe en esto de la vida carnalito, porque solo así es posible llegar a la estación final como tú lo hiciste, es decir con la vocación absoluta por creer en la magia de la existencia humana.

Hace unas semanas nos decías a Martín y a mí que siempre nos veías como los niños que fuimos, a lo mejor espantados a la vida cuando mamá murió. Nosotros siempre te vimos y te veremos como lo que fuiste en la familia: un hombre bondadoso, pleno del sentido real de quien tiene fe cierta en las enseñanzas de Cristo.

Así que te extrañamos, te extraño, en este miércoles 15 de febrero, apenas cuatro días después de tu muerte. 

Estoy cierto que sigues en tu oficina, aquí al lado de la mía, con tu gusto por escudriñar en la historia romana, de tener como mascota un perico, herramienta de metal, en una jaula, siempre presumiendo que guardas la especie más rara del mundo: un perico plateado.

Y como aquí sigues, te platicaré, cada vez que lo aceptes, lo que veo en este mundo que ahora tú entiendes, y yo no. Aquí sigue tu familia, tu esposa; tu hija, la luz eterna de tu vida; tus hijos, fuertes, recios para estar al lado de su mamá, para heredar tu bondad y tu fe.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta