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Mi hermana

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Terlenka    

Y todavía me pregunto: ¿por qué me encaminaba yo con una pistola en mano rumbo a los campos que formaban la liga de beisbol Mexica, a un costado del canal de Cuemanco? Me gustaría obtener de la memoria alguna clase de sentimiento preciso, algo que no sea neblina y polvo, o nubes desbaratadas. No obstante la confusión, el tiempo que ha pasado desde entonces no ha trastornado aquellos hechos en una historia descabellada o increíble: estoy seguro de que no me estoy contando una mentira. Una pistola en manos de un adolescente no parece tener otro destino que la muerte trágica e insulsa de algún otro ser desafortunado:
las armas no las carga el diablo, sino los niños. Pero aquella vez no ocurrió ningún hecho extraordinario o fatal.
La vida rancia continuó y el olor a bostas que emanaba de la verdura ardiente de la tarde en que tuvieron lugar aquello hechos continúa aún intacta en mi mente. Todavía, después de transcurridos cuarenta años de aquel episodio, viene a mí el color de la arcilla escarlata que comenzaba a poblar el piso en cuanto te adentrabas a los campos de juego, y también el olor a agua podrida que el aire iba esparciendo a lo largo de los canales o desagües secundarios que circundaban el canal de Cuemanco, y cuya función era la de ser una pista olímpica de remo y canotaje. Mierda y agua podrida. Arcilla y yerba candente. ¿Todo ello era tal como lo recuerdo? ¿Mi descripción es honesta? Sí, tuvo que ser tal como lo escribo ahora porque de lo contrario habré vivido sumido bajo un mito que ahora intento hacer resurgir. Soy un perro que ha sido alcanzado por un rayo en su
escueta y penumbrosa memoria y que comienza a escarbar en la tierra esperando encontrar el hueso imaginario. Es posible que el hueso no exista, pero el perro hunde las garras en la tierra y conforme escarba él mismo se va hundiendo: una caricatura. Al final de la vida —y siempre hay que considerar el momento en que se vive como si fuera un final— me he convertido en un escritor que escribe historias sencillas y llamativas para ser ilustradas, publica libros a petición de sus editores con tal de cubrir sus gastos cotidianos, y que al mismo tiempo no deja en paz su memoria canina y no le permite quedarse quieta como, por ejemplo, sí lo está el semáforo de la esquina. El semáforo de la esquina es tan fiel a sus raíces y a sus funciones; es un monumento de colores. Pero yo escarbo como el perro de caricatura que soy y que también seré en la otra vida. Tengo un billete de primera clase hacia otra vida y este billete representa el mayor lujo que alguien podría darse; al menos yo.
Crucé los cuatro carriles del periférico, que en ese entonces, los años setenta, culminaba en una glorieta a un lado del Canal de Cuemanco, en un sin retorno, a cien metros de donde yo, encolerizado y brillando a causa de la rabia, me enfilaba rumbo a los campos de beisbol para dispararle a mi amigo Gerardo Balderas. Lo iba a matar porque Ale Garrido insinuó que Gerardo había “secuestrado” a mi hermana y la mantenía oculta en la recámara de su casa. Un hecho que, además, resultaba absurdo e idiota desde donde se le mirara; un disparate. Garrido se mostraba como el amigo más fiel de Balderas, sí, pero no se perdería la oportunidad de oler la sangre y la bestialidad. De las pupilas de Garrido emergían palabras malditas y de su lengua brotaban frases entrecortadas y pendejadas que, sin embargo, daban en el blanco. El más idiota de todos tiene la razón. Yo lo comprobé en ese entonces.