Metro

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Letras y Memorias

Quizá una de las experiencias más fascinantes que puede ofrecer la capital del país, es la de viajar en el Servicio de Transporte Colectivo Metro, o simplemente el “Metro”, para acortar el término. 

Subir a uno de esos vagones de color naranja y asientos verdes, permite que uno, con la imaginación muy avanzada y libre, juegue a inventar historias, suponga trayectos y le dé voz a los rostros cansados de quienes regresan de laborar o van apenas hacia el esclavismo moderno que supone una jornada de ocho horas. 

Hubo un viernes en que, luego de algunos días en la ciudad, dejé de lado mi ejercicio de creación y suposición de historias, y todo eso se vio pausado por uno de esos momentos que te sacuden la cabeza y te dibujan una sonrisa pese a la fatiga de caminar manzanas enteras.

Estaba pues, con mi hermano, esperábamos nuestro vagón de regreso a casa, y unos metros a la derecha mía, crucé mi mirada con una persona: de estatura similar a la mía, cargando una mochila y con el cabello suelto pero no desordenado. Abordamos el vagón, mi destino y el de Eduardo, era la estación Puebla, cosa peculiar porque soy oriundo de la entidad con ese nombre, en fin.

No hubo ejercicio de inventar cosas o de descifrar rostros, no me ocupé ni preocupé en ponerle un cuento en la cara al señor que venía frente a nosotros en el asiento reservado para discapacitados, mujeres embarazadas o adultos mayores. No quise averiguar de dónde venía la señora que llevaba a su pequeño hijo de la mano, y a su bebé cargando. Por un momento breve, que duró 10 estaciones de viaje, olvidé todo porque mi único objetivo era conocer a la mujer de cabello suelto y mochila.

En cada estación, miraba a la ventana y buscaba entre los pasajeros el rostro de esa persona, y al no verla, giraba el cuello violando toda ley anatómica humana, esperando que siguiera en el vagón donde iba yo. En la cabeza, imaginaba un escenario en donde coincidíamos en la estación de salida y, nos conocíamos y después hablábamos un rato, cosas de esas que se escriben en guiones cinematográficos. Naturalmente eso no pasa en la vida real, en la que ustedes y yo vivimos. 

Al llegar a la décima estación, Lalo y yo bajamos con el mismo cansancio con que habíamos subido al Metro en Tacubaya, y tras dar unos cuántos pasos rumbo a la salida de Puebla, delante mío estaba ella. ¡Era ella! La chica del cabello suelto pero no desordenado, del gorro de estambre cubriéndole del frío capitalino, de la mochila a cuestas y los tenis Converse. 

–Es ella, hermano.  Le susurré a Eduardo. a quien le di detalles vagos de ese “amor de Metro” que me había encontrado. 

–¿Te imaginas que salga del Metro, y vaya hacia el mismo lugar que nosotros?

Ni en el mejor escenario posible esa idea había pasado por mi mente, pero ocurrió que entró a la misma calle oscura por la que ambos pasábamos para llegar a casa. Dio vuelta a la izquierda en donde se encuentran los tacos y el pequeño vivero que vende carísimo. Avanzó por toda esa calle y, finalmente, perdí su pista antes de que atravesaramos la avenida.

Y sí, esa es la historia de como una noche de viernes, “conocí” a quien, durante 10 estaciones y tres cuadras, me atrapó a tal grado de abandonar mi afición a imaginar historias de pasajeros, y es que, aquél día, cambié la rutina y me puse a inventar un encuentro fallido, con la chica del cabello suelto, pero no desordenado. 

A veces, a veces uno sólo requiere de un chispazo de suerte, de tomar el vagón adecuado, y de valentía para atreverse a algo. Esa noche, me faltó justo lo último.

¡Hasta la próxima!

Postdata: Algún día, la valentía correrá por las venas de quienes no se atreven a dar un salto, o a conocer a alguien. 

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