Los relojeros: cirujanos del tiempo

Mochilazo en el tiempo

Medir el tiempo es lo que hace funcionar la vida. Todos nos regimos por fechas y horas precisas: el momento en que llegamos a la escuela, al trabajo; en el que desayunamos, comemos, cenamos. Y así día a día pasan presurosos o lentamente los segundos, los minutos, las horas, la vida; siempre midiendo el paso del tiempo con los contadores irremplazables que nos acompañan y nos guían: los relojes. Ya sea en forma de pulsera o colgados en las paredes —todos con un tic-tac silencioso o ruidoso que indica el fin o el inicio de algo— los relojes se vuelven inseparables.
De ahí, quizá, la necesidad de que existiera alguien que se encargara de repararlos, de “curarlos”, cuando dejaran de funcionar, de contar el tiempo. Así, por años, los relojeros se han convertido en los encargados de componer y dejar como nuevos a estos instrumentos. Como verdaderos cirujanos intervienen los diminutos mecanismos que le dan la vida a un reloj; sin importar su antigüedad con destreza pueden lograr que estos objetos vuelvan a contar el tiempo.
“Este oficio es un arte. Hay que tener mucho empeño y paciencia para poder dejar en buenas condiciones un reloj. Para mí es un trabajo bonito, casi a estas alturas no hay muchas personas que se dediquen a ser relojeros, porque conforme pasan los años se está perdiendo la costumbre de portar un reloj; para algunos ya no es indispensable, pero para otros sí”, dice en entrevista Víctor Castillo, quien desde los 21 años se ha dedicado a arreglar relojes.
Este oficio es la mejor herencia que recibió, pues toda su familia se ha dedicado a componer relojes “chico”; es decir, de pulso y de pared de origen chino, japonés y suizo. Por eso, a sus 41 años de edad, Víctor atiende un local del metro, el en cual recibe diariamente a bastante clientela, muchos de paso, dice.
“Creo que este hermoso oficio, pero ya a nadie le interesara reparar estos mecanismos. Pienso que son por dos cuestiones: una por el mercado chino, hay relojes desde 50 pesos o hasta 30 pesos, y la otra es por la inseguridad, pues ya la gente ya no quiere comprarse algo fino y andarlo usando en la calle”.
Y aun así al señor Víctor le gustaría heredar este oficio a otras generaciones. “No es sólo ver un artefacto, sino un mecanismo lleno de arte, perfección y exactitud”.
En su mesa de trabajo podemos encontrar todo tipo de piezas y herramientas: pinzas, una lámpara, destornilladores de diferentes tamaños, un torno, pilas, lentes de aumento, refacciones de reloj, aceite, grasas y un largo etcétera.
Para él reparar un reloj es como un rompecabezas: armarlo y desarmarlo. “Ningún reloj es complicado de reparar, más bien dependiendo de la calidad es cómo va a ser de laborioso arreglarlo o limpiarlo. En un reloj fino encuentras todo en su sitio, y en uno corriente, no, porque casi todo es de plástico y no dura”, asegura.
– Relojeros en almacén
Víctor Castillo es uno de algunos de los relojeros que aún persisten y que, la mayoría de las veces, podemos encontrar en tianguis o mercados. Casi siempre con un puesto ambulante. Sin embargo, anteriormente, estos artesanos del tiempo no trabajan así, se podían encontrar en almacenes de prestigio como lo fue la joyería y relojería La Perla en el centro de la Ciudad de México.
Este almacén se encontraba en la esquina del antiguo callejón de Santa Clara, hoy Motolinía, y la Tercera calle de San Francisco, hoy Madero, uno de los paseos más populares para la aristocracia. En el libro Los judíos en México se menciona que las calles principales de la ciudad eran de la población judía, la cual monopolizaba el negocio de joyerías y relojerías en la calle San Francisco.
Esta relojería y joyería fue construida en 1903 por el arquitecto Hugo Dorner y el ingeniero Luis Bacmeisterm, con un estilo parisino; además de sus amplias vitrinas. Los diarios de la época la consideraban como una de las más acreditadas y mejor surtida de todo el país, pues podías encontrar collares con bellas perlas, brazaletes, anillos, colecciones de bastones —refinados e importados—, juegos de té o café, sets de helados, selectas estatuas de bronce, de mármol, de oro, relojes de pared, de escritorio o de bolsillo, etc.
Los dueños de esta importante relojería y joyería era la familia Diener, originaria de Alemania que llegó a México a fundar su establecimiento con un amplio conocimiento en relojes y joyería.
Su elegante publicidad hacía que las hermosas damas y los elegantes caballeros acudieran a curiosear en su refinada joyería. Si vivías fuera de la ciudad, con sólo mandar tu dirección al departamento de pedidos por correo, te enviaban su catálogo hasta las puertas de tu casa.
Por eso, no fue de extrañar que este almacén recibiera varias peticiones para que fabricara grandes relojes, entre ellos, el de Palacio Postal y el reloj monumental que se encuentra reguardado en las instalaciones del periódico EL UNIVERSAL.
La Perla cerró sus puertas en 1945. En la actualidad en el edificio se encuentra un almacén de ropa, y en una de sus fachadas aún se conserva un reloj, aunque deteriorado y descuidado, recuerdo de su pasado.
– Algo para heredar
“Los relojes no fueron creados para darle a una sola persona la hora, sino a todo un pueblo”, dice el señor Luis, quien a sus 71 años es conocido como doctor de relojes. Sus conocimientos se los debe a sus dos maestros Pier Jacob y Daniel Fisher, amantes de los relojes, y de quienes aprendió en Suiza.
Dice que cada que compone un contador del tiempo se siente como doctor porque tiene que abrir el mecanismo, explorar y buscar el daño. En ocasiones él mismo debe de hacer la pieza para que vuelva a funcionar esa artesanía.
Le gusta viajar y conocer nuevos relojes. Incluso tuvo la oportunidad de conocer el Big Ben de Londres y algunos de Egipto, Cuba y Suiza. Y aunque tiene un hijo que está en el negocio, no ha podido compartir todo conocimiento para reparar relojes históricos.
Él quisiera que el invento de Galileo (el péndulo con el que el reloj se volvió más exacto) quedé en el pasado; por eso él, dice, no cobro por enseñar, “porque esto es algo que no debe perderse”.

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