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LOS QUE SE VAN

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LOS QUE SE VAN

Familia política

Cuando el individuo nace, el mundo está hecho. Nadie pide su opinión para diseñarlo de tal o cual manera; no elige su época, ni su patria, ni el color de su piel, ni las tonalidades de sus ojos; mucho menos tiene un concepto de las estructuras jurídicas ni de su condición socio económica; simplemente, desde su más pequeña edad, tiene que asumir la terrible consigna: adaptarse o morir.

Por estricto determinismo ético, la familia está hecha también; no hay libertad para elegir a los padres, ni a los ancianos dentro de su estructura nuclear; mucho menos tíos, primos (en diferentes grados) y otros de diversos y oscuros orígenes. 

Es cierto, cada quien habla de la fiesta, como le fue en ella: hay clanes familiares numerosos; otros con vocación al aislamiento; en algunas, sus elementos marchan pegados como muéganos; en otras, se cierran las puertas, solo para abrirse en situaciones muy especiales, a juicio de los padres. Cuando éstos provienen de proles numerosas y distantes, sus miembros buscan la manera de convivir, por lo menos, en connotadas ocasiones, aunque para ello tengan que realizar verdaderas odiseas para llegar a la casa de un hermano o de un primo cercano. Los hijos crecen con la remota idea de que tienen parientes en alguna parte del mundo que no la que consideran suya. Así se preserva una costumbre universal de las mamás en todo el mundo conocido, que consiste en hablar, hablar y hablar de sus hijos en cualquier momento y circunstancia. Trasciende por presunción, la “inteligencia” superior del primo fulanito o de las excelentes calificaciones de menganito, quien espera ser un gran médico o un triunfador abogado.

En esta vorágine de relaciones sociales, las figuras de los viejos poco a poco se van difuminando, su presencia se vuelve cada vez más simbólica que real y permanecen en casa como objetos decorativos; para prestar a la madre, (su hija), otro motivo para presumir: “mi papá tiene noventa años y está lúcido”; en cambio, el mío, tiene setenta y es un catálogo de las enfermedades habidas y por haber; es cierto que tiene una buena jubilación, pero también una lista de costosos medicamentos que se tienen que adquirir, a pesar de que alguien tenga derecho al Seguro Social o al ISSSTE.

Un buen día, el mundo noticioso de los jubilados se estremece con la noticia: “Murió fulanito” ¿Te acuerdas que hace poco también se fue sutanita, que fue compañera nuestra en la Escuela Normal? Esta escena se repite a cada momento; claro, con diferentes actores, familiares, grados de cercanía y capacidad de sorprender.

En alguna ocasión, se pide al decano de una cofradía de amigos, que, con diferentes fines, elabore una lista de viejitos, para celebrar alguna reunión, ceremonia, presentación de un libro, o cualquier asunto por el estilo. La mayor parte de las veces, el comisionado advertirá su fracaso, antes de acometer la tarea y llegará ante sus mandantes a confesar con humildad: “Ya no hay viejitos…” la reflexión viene, a veces, entre dejos de sarcasmo y tristeza: ¡Claro que hay viejitos… somos nosotros! Así, de manera insensible, se van extinguiendo las generaciones.

En ocasiones, al encontrarse casualmente con alguno o algunos compañeros de primaria, secundaria o profesional; al pasar lista de asistencia, formal o informalmente, se crea la consciencia de que muchos faltan y los demás tenemos boleto para el mismo tren, más o menos en épocas parecidas. Los que se van, bien o mal, concluyeron su ciclo vital; quienes nos quedamos, esperamos que en cualquier momento se cumpla la sentencia inapelable del supremo tribunal de la existencia. Mientras tanto, procuramos que la calidad de vida no baje y que sea lo que tenga que ser; lo deseable, es que la Parca llegue con la menor cantidad posible de sufrimientos y de lástima.

Cuando era niño, recuerdo un hallazgo que hice en la pequeña biblioteca de mi madre: un mínimo poemario que se llamaba “Fantasía en el Desierto”, lo firmaba mi primo hermano, Profesor Alfredo Gutiérrez y Falcón (treinta años mayor que yo). Él, seguramente no fue consciente de lo que hizo; por su culpa, salieron mis primeras letras de imprenta y brotaron mis primeras líneas poéticas, llenas de ripios y otros vicios del lenguaje. Yo tenía la certeza de que su nombre escrito en un libro, como autor, le daría inmortalidad. Su fotografía en la imprenta y sus datos, lo ubicaban a estratosféricas distancias de mi modesto ser; pero la circunstancia de ser mi primo, lo volvía casi humano. Murió olvidado, hasta por los Gutiérrez más cercanos, en un rincón de la Ciudad de México. 

Mi Maestro de toda la vida, Don Jesús Ángeles Contreras, es otro personaje que marcó mi biografía. Su ausencia física duele todavía, aunque su espíritu es bálsamo que nutre el numen del poeta.

Después de ellos, quedan los recuerdos de Don Salvador Díaz Mirón y de sus inmortales cuartetos, sobre todo en “A Gloria”; Manuel Acuña, muerto por propia mano, después de crear su famoso “Nocturno”, dedicado a Rosario de la Peña. Estos son mis muertos ilustres; quienes no son tan ilustres, pero son míos, son Don Genaro Gutiérrez y Doña Micaela Hernández; no son poetas, pero son mis padres.