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Los motoristas de Santa Catalina

Los motoristas de Santa Catalina

EL FARO

Podríamos estar de acuerdo en que la cultura vial en México es casi inexistente. Casi nadie conoce los reglamentos que rigen el tránsito en las ciudades y en las carreteras federales. Aunque, caso sorprendente, alguien hubiera leído las normas de circulación, seguro que está más que acostumbrado a saltarse algún semáforo, exceder el límite de velocidad urbano o intentar sobornar a algún policía.

Tampoco hay una normatividad que obligue a los nuevos conductores a estudiar el reglamento en la teoría y su aplicación en las acciones prácticas. Es también un hecho que las señalizaciones son un auténtico desastre. Permanecen señales que ya no tienen sentido y que corresponden a otro momento en que hubo obras; o no sabemos, cuando entramos en una calle, si es de un sentido, de otro o de los dos. La realidad es que manejamos en un auténtico desorden al que nos hemos acostumbrado, que se cobra al año cientos de víctimas, y que arroja frases célebres como: “En CDMX puedes hacer de todo en el tráfico, pero hazlo rápido”, o la de un policía: “Aunque la señalización no esté correcta, usted tiene la obligación de aplicar la prudencia ciudadana”.

Dando por sentado este contexto general, concretamos en el caso que ocupa la presente columna. El boulevard de Santa Catarina es una avenida de dos carriles por sentido y que nos puede llevar desde el sur de la capital hidalguense hasta Actopan. Normalmente es una vía bastante ocupada por coches, motos, camiones, autobuses, recogedores de basura, camionetas… Está sembrada en varios tramos de semáforos que intentan coordinar el tránsito.

Es en estos semáforos en donde los motoristas de la policía hacen su agosto en cualquier mes del año. Normalmente no se puede esperar de ellos que estén presentes en cualquier situación en que puedan ayudar. Para ayudar, no están. Sin embargo, se esconden en los cruceros con semáforo detrás de una lona de publicidad de algún negocio o en una zona oscura. Y saltan como liebres, saltándose ellos el semáforo en rojo, cuando ven que algún incauto se ha saltado el semáforo o se lo ha pasado entre amarillo y queriendo aparecer el rojo. O también cuando algún vehículo no cumple con la perfección de estado que algún documento desconocido ha fijado. Lo orillan a la orilla, se dirigen hacia el chofer con seriedad, lo acusan de la infracción cometida y… ¿qué pasará después?

Una vez habiendo sometido a su víctima, en contrasentido, regresa por un camino de terracería paralelo al boulevard, a su escondite para estar dispuesto a perseguir al siguiente incauto que no los haya visto. Y así un día y otro día, en el horario de rigor, porque tampoco hay que ser demasiado exigente con su dedicación a la caza.

Estos episodios de persecución motociclista se pueden contemplar todos los días. Es “divertido” mientras no le toque a uno ser de las víctimas cazadas. Mas la costumbre no debería ensombrecer tanto la mala educación vial que tenemos, como la desgracia en la señalización, como la transa del tránsito, como lo que acontece consuetudinariamente. Ya les contaré, si en alguna ocasión le toca a su servidor orillarse a la orilla, cuál es la respuesta a la pregunta que dos párrafos más arriba quedó sin resolver.