LOS LÍMITES DE LA LIBERTAD.

“Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida:
porque nunca me diste, ni esperanza fallida
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida.
Porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino.”
Amado Nervo.

“Familia Política”

Aunque el bardo nayarita se ubica en el archivo de los modernistas, su biografía y estilo tienen rasgos de romántico misticismo. Su poema En Paz, es una de las composiciones más conocidas de la literatura mexicana. En reuniones y tertulias de bohemios, no falta quien se levante, afine la voz y con aire doctoral regañe a la vida para, finalmente, perdonarla al decirle: Vida, nada me debes. Vida, estamos en paz.

Este poema es un himno a la libertad, pero no como valor filosófico, sino como categoría utópica, lejos de la Axiología, de la confrontación intelectual ¡Qué más quisiera cualquier hombre que planear y realizar su propia vida, sin que factores externos influyeran en sus decisiones! Nervo, el poeta, se realiza; el filósofo se contradice: el destino es fatalidad, determinismo, inmutabilidad… no obedece a proyecto alguno que la voluntad pueda diseñar. Destino es, por definición, ausencia de libertad, aunque también su complemento dialéctico: la libertad sin límites no existe.

Un buen número de filósofos a lo largo de la historia niegan la libertad: todo está predeterminado, dicen; todo obedece al principio de causalidad, a toda causa, corresponde un efecto. Después de nacer, la muerte no se puede evitar. Con simples preguntas se argumenta en favor de esta postura; por ejemplo ¿A quién de nosotros preguntaron si quería o no nacer? ¿Alguien eligió su tiempo, su espacio, su nacionalidad, su lengua, su religión, sus padres…? La respuesta evidente es ¡No!, cuando nacimos, el mundo y el universo ya estaban hechos; el sistema jurídico, el régimen político y todas las formas de vida organizada, cualquiera que fuere su fundamento ideológico, existen al margen de nuestra voluntad. Yo quisiera, por ejemplo, tomar unas ricas vacaciones en la Costa Azul francesa, y después retirarme a Alaska, para ver los icebergs (antes de que desaparezcan por el calentamiento global). No me voy por una simple e insignificante razón: no tengo dinero, luego, no soy arquitecto de mi propio destino; no estoy seguro de que, sembrando rosales, vaya a cosechar siempre rosas; algunas veces la cizaña venenosa derrota al más amoroso de los cultivos.

En este México nuestro, polarizado entre fifíes y chairos, los segundos culpan a los primeros de todos los males, habidos y por haber, por los siglos de los siglos. Es tal la reiteración, que algunos no pueden con la carga de su consciencia y pretenden acallarla por cualquiera de los caminos, a saber: cambiarse de partido; con esto se exorcizan los demonios fifiruchos; se expían todas las culpas que pudieron contraerse en alguna actividad propia de la mafia en el poder; la cola larga se hace corta, los cuernos se transforman en relucientes aureolas y brillantes túnicas de pureza ¡Estoy limpio, ya no soy del PRI! gritan con regocijo aquéllos que medraron bajo la sombra tricolor y que hoy queman sus chalecos rojos o los dejan como muñecas feas: “escondidos en los rincones, temerosos que alguien los vea…”. otra opción para los fifíes, una vez que aceptan serlo, es atrincherarse; observar los errores de la nueva mafia y aplicar el proverbio chino que dice más o menos “siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”.

Los auténticos chairos; aquéllos que tienen alcurnia y tradición en la lucha; sienten que la historia, por fin les está haciendo justicia. Son salvadores de la patria; así lo determinó una mayoría contundente: 30 millones de votos.

El riesgo de todos los caminos es llegar a una polarización absurda; a una lucha de clases en donde no existen clases, a un odio sin fundamento racial, económico, político, religioso, lingüístico… es cierto; existen diferencias, pero ninguna que no pueda subsanarse con democracia y justicia social; no como lema, como praxis política y de gobierno.

Parecerá cínica y provocadora la siguiente postura que me parece simplemente realista: los seres humanos nos parecemos más a nuestro tiempo que a nuestros padres; muchos llegamos a la política y/o a la administración pública, por legítima militancia en el Partido de la Revolución, herencia de padres y abuelos. En la medida de nuestras capacidades y condición ética, servimos al Estado mexicano desde diferentes trincheras. Algunos fuimos pobres y lo seguimos siendo; otros se hicieron ricos; unos más, ya no sintieron la pobreza de sus ancestros, son profesionistas clasemedieros, sin miseria ni opulencia. Los menos abusaron de su condición no solamente en el sector público, también en el privado, para enriquecerse inmoralmente y coadyuvar al desprestigio de los colores con los cuales medraron; al deterioro del país que saquearon.

Por mediocridad, por miedo, por ética, por pendejura, por circunstancia… seguimos el apotegma de Morelos: “Vivir lejos de la indigencia y de la opulencia; en la modesta medianía que nuestro salario permita”.

El hombre es él, su albedrío:
un ente con voluntad,
esencia de libertad,
poderoso como un río.
Ortega y Gasett, muy frío,
puso límite y sustancia
al concebir la importancia
de un esencial elemento
que define, con sustento,
al hombre: su circunstancia.

Para nacer, a ninguno
nos pidieron opinión:
la familia, la nación,
lenguaje o color alguno.
Diferentes uno a uno
no hicimos nuestro derecho,
el mundo ya estaba hecho.
No tengo arrepentimiento
y por eso se los cuento:
conmigo estoy satisfecho.

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