“En un enfrentamiento, prefiero que mueran cien policías,
a que fallezca un solo manifestante”.
Filosofía de un gobernante contemporáneo.
En los últimos tiempos, la sociedad en que nos toca vivir advierte cómo sus valores se trastocan, sus esquemas se alteran, sus paradigmas se invierten… La Historia ya no la escriben los vencedores sino las redes sociales, bajo la voluntad de quienes conocen los secretos para su manipulación. La visión de los vencidos se impone a la razón de los triunfadores. La verdad jurídica se cuestiona por la desconfianza de los más y la voracidad política de los menos.
Aunque parezca una blasfemia, me atrevo a asegurar que el auge de los Derechos Humanos, como prioridad en los diferentes órdenes y niveles de los gobiernos nacionales así como de las instancias internacionales es una moda, cuya exageración y unilateralidad pueden conducir a la exclusión del todo para beneficiar a algunas de sus partes.
En este esquema, valores jurídicamente protegidos, pueden convertirse en banderas ideológicas para criminalizar a todos los actos de autoridad, aunque éstos se encuentren legalmente fundados y motivados. Como en todo fenómeno social, puede decirse metafóricamente, que “el hilo se revienta por lo más delgado”; este punto vulnerable, en la percepción popular, son los organismos y personas responsables de la seguridad pública, la procuración de justicia y la seguridad nacional; esto es: policías, militares, marinos y agentes del Ministerio Público, a saber.
En la concepción aristotélica de las diversas formas de gobierno; los Guardianes (hombres de plata) se ubican entre los que mandan y los que obedecen. Toda autoridad es coercitiva. Cualquier organización estatal se manifiesta cuando impone obligaciones a su población. En toda sociedad es indispensable establecer un orden mínimo, sin cuya garantía sería imposible la vida comunitaria. Un poder público que no se construye sobre la fuerza no dura, es efímero. Para perdurar, los titulares de los órganos de gobierno deben, en primera instancia, recurrir a la persuasión, pero si ésta no logra consenso, queda el recurso de la violencia legal.
Claro está, siempre existirá el riesgo de que el derecho sea contrario a la justicia, pero también la certeza de que jamás ha existido una sociedad totalmente justa. Todo núcleo de población soporta cierto nivel de inequidad; ésta, dentro de los parámetros “normales”, puede evitar una injusticia mayor que lleve a la violencia personal y peor aún, a la violencia generalizada.
Maquiavelo decía que para observar mejor a la montaña hay que situarse en la planicie y para apreciar mejor los llanos hay que mirarlos desde una cima. Vistos en perspectiva, nos parecen terribles los holocaustos que registra el devenir de la civilización actual: los hornos crematorios de Eichmann; las bombas atómicas norteamericanas, sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki… Así, resulta relativamente sencillo diferenciar un genocidio del uso legal de la fuerza para preservar los valores de una nación.
Mientras más compleja es una sociedad, la línea divisoria entre la aplicación de la ley y sus excesos voluntarios o involuntarios, se hace más tenue ante los ojos del observador. La calificación de quiénes son los buenos y quiénes los malos escapa, con frecuencia, a las consideraciones objetivas, para ubicarse en los más recónditos rincones del subjetivismo visceral y/o interesado. Los “mártires” se llevan a los altares, aunque sean delincuentes comprobados y aún confesos; en cambio los “villanos” no se limpian aunque los crucifiquen, por el imperdonable pecado de portar uniforme. Los preservadores del orden público, no tienen derecho siquiera a repeler agresiones. La legítima defensa para ellos, no existe.
Alguna vez circularon por el mundo, por ejemplo, fotografías de policías desnudos en los patios de El Mexe, aterrados ante la amenaza de ser quemados vivos. También existen testimonios de militares y marinos agredidos por la turba vociferante; se les ve soportar estoicamente pedradas, escupitajos y mentadas de madre, con su ira y rencor contenidos por el condicionamiento conductista de la disciplina. Además, saben que si mueren bajo las armas homicidas de quienes odian a los símbolos más que a las personas, jamás se alzará una voz que clame por sus derechos humanos ni por el castigo a los culpables. Finalmente ése es su trabajo; ésos son sus riesgos.
En un esquema de violencia, las víctimas propiciatorias, y aún los peores criminales tienen más protección jurídica y social que los guardianes institucionales y aún mayor aceptación por parte de las organizaciones humanitarias y de la sociedad en general.
Es muy fácil reprobar, emitir resoluciones condenatorias por excesos en el uso de la fuerza; aunque, sería una experiencia interesante, observar las reacciones que en medio de una balacera tendrían aquéllos que atacan con virulencia a policías, militares, marinos y a todos los que por honrar a su profesión y defender al Estado de Derecho, caen abatidos, sin más homenaje que el de sus compañeros de armas; sin un sólo reconocimiento del pueblo, cuya causa motivó su sacrificio.
Urge revisar los preceptos legales y éticos que norman la actuación de las fuerzas constitucionales en todo el país.
Alienta saber que en las más altas esferas del Gobierno mexicano, ya dio comienzo el proceso reivindicatorio.
Hoy por hoy, servir a la Patria desde esas trincheras, es mal negocio.
Octubre 2016.