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Los árboles chuecos

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LAGUNA DE VOCES

Ha cambiado su rumbo el viento de la tarde, y los árboles buscan a toda costa enderezarse al lado contrario, pero es casi seguro que no lo conseguirán. Durante años y años se inclinaron a su izquierda, a lo mejor de manea leve, pero acabaron por aceptar que caminarían (es un decir), rengos hasta quién sabe cuándo. No era uno solo, sino cientos, miles los que pasaron por ese trance, de tal modo que sucedidas varias décadas estuvieron seguros que en ninguna tierra, por muy lejana que pudiera estar, existirían pinos, cipreses, olmos, chopos, robles o encinos, que pudieran guardar una postura vertical sin la pinta de especímenes enfermos que ellos sí tenían.
    Como resultaba complicado que pudieran asomarse más allá del mundo donde vivían, y  que acabaron por aceptar como único, empezaron por presumir las primeras jorobas que les salieron de tanto mantenerse de lado y la falta de voluntad para enderezarse, seguros de que un solo árbol que de pronto se distinguiera por su porte marcial sería presa de las raíces de todos, que lo considerarían un intruso, pero más que eso, un verdadero traidor y por lo tanto merecedor de la muerte.
    El viento dejó de soplar en ese ridículo espacio de bosque por el desprecio que le causaron miles de pinos encorvados, llenos de musgo y madera seca que crecía como costra desde la punta hasta la raíz, de cada uno de esos árboles que pasaron a ser viejos sin ser nunca, jamás, jóvenes. Y por supuesto la mala fama creció en toda la comarca, junto con el asco a esa sociedad ahogada en sus propios miedos, capaz de robarse la luz del sol que también, un día cualquiera y sin el menor aviso, solo mandaba una resolana seca, enfermiza.
    No, debo advertirles que el final feliz producto del heroísmo de un retoño que ya joven encabezó una revolución y acabó con los viejos, viejísimos que siempre tenían la última palabra, no ocurrió. Sí, en efecto, hubo intentos, incluso debo reconocer que se perdió la cuenta de tantos, pero sucede que al árbol loco que urgía porque las cosas cambiaran si acaso le siguieron cinco, 50 en el momento más álgido, pero finalmente unos desertaron, y otros fueron hechos madera putrefacta con un contagio intencional que les llegó por la raíz.
    La costumbre de vivir chuecos hizo de esa sociedad de árboles una sociedad anciana y moribunda, que sin embargo lograba mantenerse viva porque estaban seguros cada uno de sus integrantes, que merecían la eternidad por haberse enfrentado al viento con todo y que los había dejado en semejante situación.
    No merecían nada, porque lo más cómodo era una lucha que perdían de antemano al enchuecar sus tronco y no hacer absolutamente nada para devolverlo a lo que evidentemente era su situación normal. Valían poco porque el aire los despreciaba tanto que nunca regresó.
    Los más jóvenes acabaron por ser igual que los viejos, luego que el último intento de un cambio se quedó en una horrenda matazón de varios cientos que acabaron sus días de la manera más terrible, tanto que contar ese episodio todavía causa miedo en los que fueron testigos directos del mismo, o en algunos casos parte de los asesinos.
    El mundo de los árboles también resintió el impacto de ese instante, justo, cuando un ser viviente, con voluntad propia para escribir su destino, se conformó con lo que tuvo a la mano, es decir a que cualquiera hiciera con su existencia lo que le viniera en gana.
    Hoy son un vago recuerdo en la gigantesca sociedad de los árboles, que dejaron ese territorio lleno de sombras y vergüenza, para ejemplo de lo que no debe hacerse jamás en ninguna parte del planeta, menos entre los que tienen como misión crecer derechos, contra viento y marea, para alcanzar el cielo.
    Mirar a los que se encorvaron y se llenaron de musgos y gusanos es triste, pero ha servido como escarmiento para los que se tiran al vergonzoso conformismo, porque según ellos todo seguirá igual, siempre igual.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta    
 
CITA:
El viento dejó de soplar en ese ridículo espacio de bosque por el desprecio que le causaron miles de pinos encorvados, llenos de musgo y madera seca que crecía como costra desde la punta hasta la raíz, de cada uno de esos árboles que pasaron a ser viejos sin ser nunca, jamás, jóvenes. Y por supuesto la mala fama creció en toda la comarca, junto con el asco a esa sociedad ahogada en sus propios miedos, capaz de robarse la luz del sol que también, un día cualquiera y sin el menor aviso, solo mandaba una resolana seca, enfermiza.