Crisis
Ya no despiertas con la misma energía que en otros tiempos. De hecho, ahora, a duras penas logras descansar bien, pocas veces te sientes satisfecho con tu tiempo de sueño o con las proyecciones que ves mientras los ojos permanecen cerrados.
Ya nada es como antes. Sales a la tienda, y las papitas que comprabas por cuatro pesos cuando eras niño, ahora cuestan 14 o 15. Los dulces han cambiado y algunos de tus favoritos ya ni siquiera existen o tienen un sabor diferente; ya no hay tazos de los Looney Tunes ni de Pokémon dentro de las bolsas de chatarra. Todo cambia.
Todo cambia, y uno no es la excepción. La cabeza tiene menos cabellos, la cara ve dibujadas algunas arrugas y el paso de los años también se manifiesta en las manos y pies cansados luego de una jornada que, si bien nos va, termina ya entrada la noche, tras la puesta del Sol.
El vigor se acaba de a poco, el tiempo libre de la vida adulta ni siquiera es suficiente para soñar con días más radiantes y, el ser lleno de esperanza que hace años habitaba el cuerpo, de pronto ya no existe porque se convirtió en un fantasma que cercano a los 27 años de andanzas en este mundo, se siente más acabado que la nada.
Llega un punto, ha llegado un punto en que la vida parece insuficiente. Parece poco lo logrado y en cambio, mucho lo perdido y abominables los fracasos acumulados. Hay un fantasma dentro de un recipiente agotado de todo, melancólico y casi agónico; hay un monstruo que devoró todo a tu paso y dejó apenas sobras y unas cuantas ganas de seguir avanzando, aunque los pedazos se sienten más estancados que una ballena en la playa.
La crisis de los veintitantos es real. Es real el pesimismo y la frustración. Es real que el dinero no alcanza para nada porque por lapsos hasta respirar es caro; es real que mientras uno avanza al siguiente nivel, pareciera que nos quitan años y nos cargan con más daños. La crisis de quien siente que a esta edad no ha hecho nada destacado, ambicioso o entrañable es muy palpable, y se puede notar en la fatiga que siente cuando escribe o sale a trabajar.
Todo cambia, y aunque uno no es la excepción, pudiera ser que en realidad sí lo es. El mundo avanza, las hojas del calendario se desprenden, las flores se marchitan y renacen, muchos llegan y se van, pero es uno quien se queda aquí. Se queda en el mismo cubículo soñando con lo que podría haber pasado si las decisiones del pasado hubiesen sido diferentes; uno a veces se ve tentado por el espectro del “¿qué pasaría sí?”.
Ha llegado ese punto en la vida de todo hombre, en que piensa si realmente sus aficiones le encantan, o son apenas un medio para olvidarse de lo tortuoso que es estar atrapado en la realidad. Llegó el punto en que uno piensa si de verdad añora tanto ser padre, vivir en una casa en el campo y enfocar sus días restantes en aquello que ama porque, tristemente, las deudas no se pagan con amor o pasión. En la vida de un hombre llega ese inevitable momento en que un breve viaje por la línea temporal, se convierte en una bofetada al no ver logradas las metas trazadas.
Me ha llegado de madrazo esa sensación terrible de sentirme vacío, incompleto, perdido y rebasado por el malévolo paso del tiempo. Es justo ahora, a días de llegar al vigésimo séptimo nivel, que viendo de reojo el pasado, me siento más acabado y agotado de lo que nunca me había sentido, y no veo forma de escapar del cráter lunar en el que ando sumido. ¡Maldita crisis de los veintitantos!
¡Hasta el próximo jueves!
Postdata: A los 27, Valentín Elizalde ya había vivido suficiente como para ser una leyenda, ¿cierto?
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