Para morir, nací
He escuchado muchas veces que cuando uno está en este mundo, pocas cosas se tienen tan garantizadas como el rotundo hecho de que, en algún momento, moriremos todos. No todos al mismo tiempo sino todos de forma general, sin lograr esquivar ese destino.
De niño, muy niño, me aterraba morir. Me aterraba pensar que quizás al cruzar un puente, o al viajar en uno u otro medio de transporte, podría ver terminados mis días. Me aterraba pensar que la muerte era tan fatal que incluso mi destino no sería perecer por algo convencional sino, quizás de manera tortuosa ante una invasión de aliens, el ataque de un monstruo o esas odiosas gallinas de tamaño gigante que en mis pesadillas han estado desde hace años.
Vaya, que cuando era niño, me aterraba tanto morir que a diario rezaba (cuando aún creía que eso cambiaba las cosas porque alguien inmenso me escuchaba) pidiendo a Dios que me evitara morir, y me diera vida eterna como si de un deseo se tratase. Me aterraba tanto morir que jugaba a inventar pociones mágicas para convertir el mito de la Fuente de la Eterna Juventud, en algo a mi alcance. Me veía ganando premios y siendo famoso nomás por el hecho de crear el antídoto ante ese perro mal, llamado “muerte”.
Naturalmente que era normal en mí. Era tan normal temer a morir, que hasta lloraba al interpretar que si no iba a que me llenaran la frente de tizne un Miércoles de Febrero, “en polvo me iba a convertir”. Patrañas, puras patrañas y babosadas.
Pienso entonces que dejó de aterrarme la muerte cuando una señora que me prohibía cruzar piernas y brazos me curó de espanto. Tal vez dejé de temerle a mi destino cuando me sacaron de la alberca en la que me estaba ahogando y, seguro estoy de que no le he dado más importancia a morir, cuando sentí que al estar internado justo a principios de año, volví a nacer entre antibióticos y sedantes.
Siempre me aterró la muerte. La muerte simbolizada por esa guadaña fría y un esqueleto andante; la que era representada por torturas interminables en el infierno… la que te quitaba todo de golpe y te dejaba más desnudo que cuando no te cubre ropa alguna. Siempre me sentí temeroso por no saber en qué instante se terminarían mis días, pero hoy ya no.
La muerte ha dejado de darme miedo, tampoco es que la ame pero, al menos existe hoy día mutuo respeto, porque ella entendió que no tiene más poder sobre mí salvo el que por default le fue conferido, y yo entendí que muchos años me la pasé tan enfocado en evitar mi último suspiro, que al mismo tiempo estaba evitando vivir y gozar como niño.
La hoz y yo hemos hecho las paces. Obviamente aún me acongoja saber que de pronto murió algún familiar o algún conocido, pero después de todo, ese es nuestro destino. Somos tan finitos en una realidad que cada vez más luce más infinita, que sería estúpido pensar que trascendemos y al otro lado del río gritamos: “¡He vencido!”. No, no vencimos ni venceremos a la muerte jamás, porque así está escrito y eso es algo que perdura y se mantendrá. Pero lo que podemos hacer, en cambio, es salir y jugar, divertirnos, aprender y amar, gritar, llorar, cantar, follar, beber y disfrutar como si muy en el fondo, supiéramos con la precisión de un reloj suizo, que quizás mañana el tiempo de cada uno de nosotros, habrá de terminar, porque eso es lo único que nos queda, y que sí o sí, debemos celebrar.
¡Hasta el próximo jueves!
Postdata: A dos años de que naciera este espacio, quiero agradecer a quienes se han mantenido atentos a mis sandeces y a quienes me ayudan a crear memorias, para después moldearlas en letras.
Mi Twitter: @CamaradaEslava
Mi correo electrónico: osmareslava@plazajuarez.mx/historico/historico