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Letras y memorias

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Letras y memorias

Una memoria escarlata 

Recuerdos, recuerdos… van y vienen, recuerdos. Entré a mi habitación y cerré la puerta. Al meter la mano en el bolsillo de la chaqueta encontré lo que necesitaba; esa pequeña cuchilla con filo… un solo movimiento y lentamente todo estaría consumado, hasta la más vivaz y radiante memoria. 

No quise ser una persona egoísta con mis actos, opté por escribir una nota de despedida como es costumbre hacerlo en estos casos, decidí entonces tomar un bolígrafo y el trozo de papel que estaba sobre el pequeño buró de madera; repasé varias veces porque las palabras me parecían desconocidas, no supe cómo redactar una buena carta y preferí ser más simple en mi actuar: “Gracias por todo y por nada”. 

Coloqué el trozo de papel sobre la cama y yo me senté en una orilla, viendo mis botas negras y tratando de elegir qué melodía haría ameno mi autoexilio de la comodidad terrenal que no me resultaba plácida, mucho menos cálida o majestuosa. Finalmente, y luego de unos 10 minutos de pensarlo, me decidí a irme rodeada de las clásicas notas de mi compositor predilecto: el genio Chopin. 

Abrí con delicadeza el cajón del buró y saqué de él la cinta que me había heredado mi abuela, la inserté en la mini grabadora que solía pertenecer a mi padre y realicé los demás ajustes, la música comenzó su danza en el aire; serían varios minutos en donde esperaría a que la última gota cayera sobre la alfombra, mientras escurría por mi delgada mano, como si una caricia se realizara de forma inversa, primero amando la piel y después alejándose de la misma. 

Mientras dejaba las cosas en orden, sentí un poco de amargura en la boca, los labios se me resecaron ligeramente y, un escalofrío recorrió mi delgado cuerpo; asumí que era una situación normal ante la bravura de mi elección, aunque confieso que esos cosquilleos de vida casi me hicieron replantear todo mi aplomado panorama… me mantuve firme y proseguí. 

Con un leve temblor propio de los nervios o la ansiedad, tomé la cuchilla que llevaba en mi chaqueta. Mire fijamente el filo y cerré los ojos mientras descubría el brazo izquierdo; alcancé a balbucear algunas palabras sin sentido y, de pronto, ya estaba hecho. Se rasgó la piel, mejor dicho, la rasgué yo. ¡Recuerdos, recuerdos…! Los recuerdos van y los recuerdos vienen; se anclan los más dolorosos y se difuminan los que no tuvieron una porquería de valía. 

Recuerdos, todos se iban mientras sonaban las melodías, se iban mientras se me iba la vida; mientras me desprendía de mi vida. Los sonidos del piano se volvían intensos y estruendosos, batiéndose en la melancolía de la pieza y, también, entre mis arterias expuestas; cada tecla emitiendo su sonido, era una gota menos en el cuerpo mío.

La vida escurría en forma de gotas escarlatas. Las botas negras ya no lo eran, el color cambió; mi apiñonada tez se volvía pálida, me torné transparente mientras que la cabeza se vencía. De a poco sentía una mengua en mi cuerpo, me faltaba fuerza pero, irónicamente, esa debilidad me mantenía firme para llegar al final, a la promesa que me había hecho. 

La música no dejaba de sonar. Según recuerdo, iba terminando el tercer minuto de Tristesse y yo ya me sentía más muerta que viva, ya nada de esa habitación me parecía familiar, ni los tonos pastel en los muros, ni las texturas rugosas, menos el tenue brillo solar que entraba por la ventana, tampoco el rechinido de mi cama; ya nada era como la última vez que recordaba. 

Sentía un molesto ardor en la herida, los dedos se entumían, otro escalofrío me caminó por la espina dorsal y llegó hasta la frialdad de los pies. Sonreí cuando escuché pasos aproximándose por el corredor. Recuerdos, recuerdos… allí estaban, pero conforme avanzó el tiempo, éstos se fueron desvaneciendo, se perdieron justo como yo me perdí mientras se silenció Chopin, y mi madre abría la puerta de la habitación. 

¡Hasta el próximo jueves! 

Postdata: Al final de todo, somos aquellos que permanecen. 

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