Le Sirène

Le Sirène

Letras y Memorias

La marea se ha apaciguado, con calma, bajan de la nave los tripulantes que anduvieron por los océanos sin rumbo, perdidos pese a tener brújula en mano, porque a veces, incluso con la dirección fijada y la cruz marcada en el mapa, es el corazón el que no tiene claro el norte.  

Un último joven toca tierra; lleva la barba desordenada, ropas limpias pero gastadas por un trayecto de años usando lo mismo, la mirada está cansada y se pierde con facilidad en ese nuevo mundo al que acaban de arribar él y los demás, lleva los bolsillos llenos de esperanzas marchitas y, también, carga con el peso de haber perdido todo en ese mundo que recién dejó.

Anda por ese territorio ajeno a su recuerdo, ajeno a lo que su memoria guardó con gran cariño y que, para su mala fortuna, ha dejado de existir, porque así lo determinó el destino, no el suyo, sino el de aquello que se fue.

Avanza y avanza, un pie tras otro pie van dejando huellas en esas calles y, luego de un tiempo prolongado recorriendo tal mundo, aquel joven se sienta roto a llorar por el pasado. El llanto le ha enjugado la cara sucia, y los suspiros de anhelo se perdieron ya en el inmenso ambiente de su nuevo hogar… escucha entonces un canto dulce, un canto celestial que le atrae y lo obliga a romper la pausa de todo, para ir en su búsqueda. Unas cuántas noches que se sintieron como un puñado de horas, fueron suficientes para llegar a esa tierra prometida. Allí, al pie de aquel viejo reloj, encontró la fuente de tal sonido: una sirena. No era una figura como los libros viejos lo contaban, no. Esa sirena estaba protegida contra el frío invernal del pueblo, y andaba en dos pies como el resto de los humanos, pero la voz y la amenidad de su charla, hacían que aquel ser, luciera como Ariel. 

La sirena apareció de manera mágica en ese lugar, apareció como uno de esos envíos que llegan a la puerta con misterio, pero en cuyo interior se alojan los tesoros perdidos, no por marinos del mundo, sino por uno mismo, que pierde el rumbo cuando la esperanza se ha marchado entre los dedos. 

Tal sirena, de serio semblante pero cálida compañía, dedicó sus labores desde el día uno, a cuidar de quien confió sus penas a ella, y por ende, se volvió irremplazable en las jornadas del navegante perdido, quien cerca de sus risas, pudo sentirse en casa de nuevo…

La sirena llegó en un momento de apremio, pues ayudó a que ese hombre se liberara de sus cargas, de sus lágrimas y de los dolores de quien extraña y no es echado de menos. Cuidó de sus heridas, ambos cuidaron de ellos y, cuando parecía que la paz era mayor, la sirena confesó que debía marcharse hacia el mar del sur. No le dijo al navegante cuándo volvería pero, sellaron un pacto de eterna compañía y complicidad, de la forma en que los verdaderos amantes sellan los pactos: con una sonrisa y un abrazo suave, honesto y puro. 

Hoy, han pasado algunos años desde el momento en que el viejo reloj de la plaza atestiguó el encuentro de dos mundos en uno solo. Son ya tres años desde que el pacto comenzó a trabajarse y escribirse y, aunque las maldiciones marinas hablan de tocar tierra luego de siete años largos, tanto el navegante como la sirena, saben que su lejana condena no es eterna, y que el mismo abrazo con el que se dijeron adiós, vendrá pronto para permitir que los corazones emocionados, salten de gusto al saberlos juntos de nuevo. 

¡Hasta la próxima!

Postdata: Gracias, sirena, por abrazarme cuando el rumbo estaba perdido, y cuando el cielo era más oscuro y profundo que el océano.

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