Hace ya muchos años que nuestra querida Betsy Pecanins empezó a perder la voz, o mejor dicho, que empezó a mudar de voz.
De aquel caudaloso torrente que tenía en su juventud, le quedaba ya sólo un poquitito, apenas un charquito de sonido que, alimentado cada seis meses con inyecciones de botox en las cuerdas vocales, le permitía darse a entender en el mundo.
Sin embargo, lejos de autocompadecerse o de vivir de sus glorias pasadas, Betsy tuvo la humildad y la sabiduría para asumir que el canto va más allá de cultivar una voz de envidiable plumaje. Cantar es también saborear la palabra, disfrutar sus colores y acentos, pero, sobre todo, asumir el valor para romper el cascarón que nos permita nacer una y otra vez.
Aunque componía canciones desde muy joven, fue gracias a la disfonía espasmódica que Betsy pudo reconciliarse con algunos cómplices que, a veces, ni ella misma recordaba que tenía: la rima, el ritmo, la métrica, la metáfora.
Las palabras que en su caso siempre habían estado subordinadas a la melodía se volvieron el eje de su obra. Sin prisa pero sin pausa, fue conociéndolas de cerca, descubriendo lo que cada una de ellas tenía para ofrecerle.