FAMILIA POLÍTICA
Hoy el pesimismo se respira en el ambiente; las tesis rulfianas del Realismo Mágico, parecen plasmarse en un escenario en el cual, la línea divisoria entre los vivos y los muertos es casi imperceptible. Pareciera que México sufre todas las maldiciones del mundo y del inframundo: corrupción, violencia, pobreza, desempleo, ignorancia… hacen creer a mucha gente que necesitamos un Mesías, aunque éste sea un farsante. Ya lo decía el norteamericano Neale Donald Walsch en su libro Conversaciones con Dios: “finalmente ¿Cuál es la diferencia?”.
“¡Maldita sea mi suerte!”.
Expresión popular.
La palabra maldición, proviene del latín maledictio. El Diccionario de la RAE, la define como: “imprecación que se dirige contra una persona o cosa, manifestando enojo y aversión hacia ella, y muy particularmente deseo de que le venga algún daño”. En otra acepción, se utiliza la expresión “caer la maldición a uno”; esto es, “cumplir la que le han echado”. Como interjección ¡Maldición! (y sus derivados), expresan enojo, reprobación, contrariedad, etcétera.
En lo particular opino que la conceptualización de un daño metafísico es tan vieja como la aparición de un ente racional. Sin duda se nutre, hasta nuestros días, en el pensamiento mágico, o esotérico, según el nivel cultural de la población.
En el mundo occidental, nada ilustra tanto como las maldiciones que determinan el destino fatal de los protagonistas en las tragedias griegas: Esquilo, Sófocles, Eurípides… inmortalizaron a las víctimas malditas de su propio e inmutable devenir: Edipo mató a su padre y tuvo relaciones incestuosas con su madre; Electra se enamoró de su progenitor y Medea tuvo que matar a sus propios hijos.
En la concepción judaico cristiana, el pecado de Adán y Eva arrastró a la humanidad, por los siglos de los siglos, a ganarse el pan con el sudor de su frente. Su desobediencia, al profanar el árbol de la vida, fue la semilla de su maldición.
El Deuteronomio (uno de los primeros cinco libros del Antiguo Testamento) consigna un catálogo de anatemas, que los estudiosos de la Biblia interpretan de diversas maneras.
La Europa Medieval es fuente histórica de los miedos más inverosímiles: hechiceras, fantasmas, dragones, magos, demonios y toda una legión de seres supra y sub humanos, nutridos en dogmas cobraron su cuota de sangre y violencia antes del humanismo renacentista. Miles de brujas, alquimistas, videntes, espiritistas, mediums… ardieron en las hogueras de la Santa Inquisición ¿Sería una cuota para la sobrevivencia de una humanidad maldita? ¿Sería producto de la ignorancia extrema y del abuso que de ella hicieron los altos dignatarios de la iglesia, siempre en complicidad con los poderosos? ¿La sangre de Galileo Galilei, Pico della Mirandola y otros profetas del Renacimiento regó el camino de la liberación? ¿La superstición y el miedo a las maldiciones acompañarán a la humanidad hasta el fin de los tiempos?
Alrededor del siglo XV renació la fe del hombre en el hombre mismo. El auge de las ciencias propició el descubrimiento de América: se abrió la puerta de un mundo hasta entonces, desconocido para el antiguo continente (Terra Incógnita). Los aztecas (y otras tribus) tenían sus propias maldiciones; una de ellas era el fin del ciclo universal cada cincuenta y dos años. Quetzalcoatl profetizó que “un día, por el Oriente, llegarían hombres blancos y barbados, en grandes casas flotantes para terminar con el imperio”. El peso de “la maldición de Malinche” (según la folklorista Amparo Ochoa), permitió que un pequeño grupo de españoles atemorizara a los poderosos ejércitos de Moctezuma. El invencible Rey estaba de antemano derrotado por el peso de una maldición ancestral.
Con estos antecedentes, no es nada raro que nuestros pueblos mestizos mantengan la herencia de miedo, dolor, suplicio, rencor… que toda maldición trae consigo. En este contexto, es imposible olvidar la lección de anatomía que el obispo Abad y Queipo dictó para la posteridad en el decreto de excomunión del Cura, Don Miguel Hidalgo.
“Que sea maldito en la vida o en la muerte, en el comer o en el beber; en el ayuno o en la sed, en el dormir, en la vigilia y andando, estando de pie o sentado; estando acostado o andando, mingiendo o cantando, y en toda sangría. Que sea maldito en su pelo, que sea maldito en su cerebro, que sea maldito en la corona de su cabeza y en sus sienes; en su frente y en sus oídos, en sus cejas y en sus mejillas, en sus quijadas y en sus narices, en sus dientes anteriores y en sus molares, en sus labios y en su garganta, en sus hombros y en sus muñecas, en sus brazos, en sus manos y en sus dedos… Y que el cielo, con todos los poderes que en él se mueven, se levanten contra él. Que lo maldigan y condenen. ¡Amén! Así sea. ¡Amén!”.
Hoy el pesimismo se respira en el ambiente; las tesis rulfianas del Realismo Mágico, parecen plasmarse en un escenario en el cual, la línea divisoria entre los vivos y los muertos es casi imperceptible. Pareciera que México sufre todas las maldiciones del mundo y del inframundo: corrupción, violencia, pobreza, desempleo, ignorancia… hacen creer a mucha gente que necesitamos un Mesías, aunque éste sea un farsante. Ya lo decía el norteamericano Neale Donald Walsch en su libro Conversaciones con Dios: “finalmente ¿Cuál es la diferencia?”.
Las maldiciones son contravalores. Sus opuestos (valores positivos), son las bendiciones. ¿Nos harán falta?
Ante la puerta del infierno, Dante leía “¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”. En este tiempo (un presente atroz con un futuro incierto) la gente no se resigna a vivir en la eterna maldición, quiere ver, por lo menos un rayito de esa esperanza, a cualquier precio.
Por desgracia la democracia no se hace con maldiciones, con bendiciones, ni con “Amor y Paz”. Se construye con votos, se orienta con valores (laicos), se consolida con instituciones, se nutre en el pensamiento de estadistas honestos, capaces y comprometidos con México.
Mayo, 2018.