
¿Y después del invierno?
He visto crecer la hierba del jardín aun cuando la lluvia huraña no llega, y solo el polvo cubre la ciudad entera. Se asoma por las mañanas, abre los ojos, y regresa a esconderse a la espera de que pase este invierno sin sentido, plagado de muertos, de enfermos que tosen los pulmones en los andenes del autobús al que tuvieron que ponerle el nombre de Tuzo, como si fuera un orgullo andar con los ojos colorados por tanta tierra, tanto frío, pero sobre todo tanto miedo a contagiarse del que jala aire para no ahogarse y se pone morado antes de quedarse con la cara adormecida y las manos crispadas.
Hay miedo en las calles, los trabajos, las oficinas, los hospitales, las clínicas, las escuelas, hasta en la casa, con todo y galones de alcohol en gel, tapabocas, manos resecas de tanto lavarse, y una constante y machacona letanía de que aquí no pasa nada, que todo estaba fríamente calculado, como si fuera asunto del Chapulín Colorado la muerte real, la que de un día para otro apachurra sueños, proyectos, la vida que al final de cuentas es lo único seguro y que conocemos.
Es el polvo que cobra venganza y factura pasada. Que se mete por todos lados y arropa los virus hoy tan diestros en mutarse, y del AHN1 hoy suma 2, 3, hasta 4 formas diferentes de presentarse, nada más para que nadie lo reconozca y vaya a querer hacerle algo.
Así somos cuando toca la muerte cerca, tan cerca que se escucha en la puerta y se sabe que son nudillos de calavera los que insisten en que le abramos, que la dejemos pasar porque ya cubrió la cuota de los lugares lejanos, el aviso de que tarde o temprano estará a metros de querer exigir nuevos pasajeros para un tren, no tuzobús, que partirá apenas llene el cupo.
Da miedo estornudar porque se hace uno sospechoso de ser portador del virus asesino, y entonces se saca pañuelo desechable para sonarse ruidosamente la nariz, casi con ánimo de mostrar a diestra y siniestra, “miren, una simple gripe, nada de calentura, nada de dolor en el pecho, puros mocos de gripiento común y corriente”.
Da por pensar si no estamos ante la primera llamada de lo que será ese infierno de todos tan temido en que sea el aire, la respiración por lo tanto, el principal canal de contagio, el primer paso al más allá.
No, la hierba crece en el prado a pesar de todo, y es necia en levantarse todas las mañanas y asomarse, mirar, sentir el polvo que entra por cualquier hendidura de las paredes. Pero no se deja a la desesperación, por el contrario, crece con todo y contra todo.
Solo que un día la vea toda jorobada y moribunda, empezaré a pensar que algo malo se acerca.
Pero en tanto no sea así, la lucha siempre se hará. Barreremos la tierra de las aceras, recogeremos hojas secas, y un día cualquiera, sin que nos demos cuenta, saldrá el sol con seriedad absoluta, cubrirá la geografía de nuestro miedo, y de nueva cuenta seremos los de antes, los que saben que la de nudillos huesudos nos rondan, pero hoy, por lo menos hoy, no habrá de encontrarnos.
Y si lo hace, algo podremos inventarle para que simplemente deje un aviso de que pasó a saludarnos.
Si en los jardines de toda la ciudad las hierbas que se comen flores se mantienen en su trabajo cotidiano de crecer, podemos tener la seguridad de que con todo y los que no pudieron brincar este invierno cruel, dejaron la oportunidad única de conocerlos como nunca lo habíamos hecho, porque hay razones de sobra para aceptar que la muerte une a los que poco o nada se conocieron en vida.
Pero, ¿y luego que pase el invierno?
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta