LAGUNA DE VOCES

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LAGUNA DE VOCES

A veces llueve y octubre esconde su cielo. Llega el frío, adelantamos que el año está por acabarse, agradecemos de corazón llegar a estas fechas porque muchos otros no lo pudieron hacer. La enfermedad mató a seres queridos, queridísimos; los alejó para siempre de la posibilidad de vernos en noviembre, o recuperar el festejo familiar de Nochebuena. Eso duele cuando nos miramos en miles y miles de familias que se quedaron mochas un mediodía de abril, cuando sonó el teléfono y la voz del sobrino con el mismo nombre que mi hermano simplemente dijo: “ya murió mi papá”. 

“Ya murió”, y de pronto no sabemos si el nunca jamás cuando mamá partió se volverá a repetir, porque deseamos con ansias que a cada familia solo le toque una vez esa separación eterna, y que después sean tal vez unos años, para oír el timbre del teléfono, saber que lo escucharemos y afinar detalles del desayuno previo a la Navidad, o hacer del cumpleaños de noviembre, el mío, la posibilidad de festejar por adelantado.

Todavía estoy seguro que un día cualquiera me llegará una carta para preguntarme, en ese ejercicio epistolar que nunca dejó, si había empezado a ver con más paciencia la vida, si tenía la certeza se que solo el amor puede ayudarnos a vivir, pero también a morir de buena manera, es decir con alegría.

Entre tanta preocupación por juntar el dinero para el pago de nómina del periódico, las propias deudas en tarjetas que nunca se achican y siempre crecen; entre tantos asuntos que ayudan a pasar los días y alejarnos del recuerdo, ahora me doy cuenta que ya casi pasa medio año de su muerte, y que no despedirnos complica la seguridad en lo efímero de la existencia humana.

Mejor que así sea, porque entonces un día cualquiera, el menos pensado, me toparé con él en el autobús que lleva a Tehuacán, en el aeropuerto, en el autobús, en una librería de la Ciudad de México; en el mensajero de internet, en las historias del feis, en una plática estilo moderno como son las del zoom, o cosas por el estilo.

Mejor porque ahora que me asomo a la edad en que debo empezar a considerarme viejo, tendré la necesidad imperiosa de hablarle para preguntarle un montón de cosas de la vida, de mis tropezones con el dolor y la angustia; de, a veces, mi incapacidad para platicar con mis hijos. Nadie como él para escuchar y dar un buen consejo, amable, sincero, amoroso, porque así fue con su familia y nunca le dije que admiraba esa capacidad para ser como era.

Mejor para que nunca me crea eso del nunca jamás, porque además a estas alturas, estoy seguro que todo fue un “hasta luego carnalito”, y entonces, si no es en unos meses, a lo mejor en unos años, pero nos reencontraremos para decirte que siempre tuviste razón, que la única forma de vivir es amorosamente, muy amorosamente.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarex.mx

@JavierEPeralta