El día que se cayó y nos calló el WhatsApp
Hace mucho tiempo, confieso, que había dejado de usar el teléfono justo para lo que fue inventado originalmente: hablar. Incluso muchos jóvenes podrían jurar que tiene un sinfín de utilidades menos esa que parece tan de otros tiempos, que es llevar la palabra hablada a través espacio.
Sin embargo el día de ayer, por más de cuatro terribles horas que se quedarán guardadas para siempre en la historia de las infamias, de repente WhatsApp y Facebook se hicieron humo, ausencia, incluso nostalgia.
Para los que arreglan todo, hasta su vida misma, mediante mensajes escritos o grabados (sin que esto implique un diálogo), la agonía empezó a ser eso: agonía, cuando se dieron cuenta que tendrían que HABLAR POR TELÉFONO, Y ESCUCHAR Y RESPONDER.
Algo tiene el WhatsApp que permite hacer todo, menos poner atención absoluta a quien se pretende platicar. Algo de ese medio anonimato nos atrae, nos hace pensar que con todo y que el destinatario sabe quiénes somos al mismo tiempo no lo sabe, y seguramente ni le interesa.
Incluso pueden dejar un día entero en calidad de “visto “ el mensaje, y como si no lo hubieran visto, que un WhatsApp nunca exigirá inmediatamente respuesta. Es lo más impersonal del mundo, pero también lo más íntimo, con la salvedad que de naturaleza no exige compromiso alguno.
Es el sistema más alcahuete de comunicación, pero también el más endeble, el más efímero.
Por eso ayer, en este nuevo universo de las relaciones líquidas condenadas al olvido, muchos se espantados, porque eso de HABLAR POR TELÉFONO no solo es asunto de viejos, sino de los que ya van en serio en su enojo, en su urgencia y hasta en sus asuntos de amor.
Y en estos tiempos de lo efímero, no hay nada como los mensajes desechables por naturaleza, para nunca dejar rastro de nuestro paso por ninguna parte, ni memoria de lo que fuimos o soñamos ser.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta
