
Desaparición de la memoria
Apenas da tiempo para recordar lo que fuimos hace unos meses, cuando creíamos que la llegada de la muerte guardaba con rigor los ceremoniales marcados por la costumbre de velar durante toda la noche a nuestros difuntos, y después enterrarlos en un cortejo fúnebre que ayudaba a decirles adiós; recordar, hacer memoria de los años que acompañaron la soledad a la que finalmente regresaron, ellos tan de buen humor para apaciguar el llanto de la tristeza, de no saber el destino que la vida, la simple vida nos deparaba a todos los que caminamos juntos en una vereda del camino que entendíamos única, nuestra.
A cada cual la enfermedad de estos meses le hizo una mala jugada, una despiadada y malsana broma que nos regreso a ser humanos de nueva cuenta, simples habitantes de un planeta que vaga en el universo a toda prisa sin otro objetivo que repetir y repetir una ruta que no cambia, no puede cambiar. Y somos otros, más dedicados hasta hace poco a la prisa por vivir el día a día, hoy espantados porque el futuro es inexacto y el pasado doloroso.
El presente carece de sentido sin la esperanza de contar lo sucedido en los años por venir, porque es el recuerdo lo valioso de la vida humana cuando miramos en la foto a los que de pronto se esfumaron, se hicieron nada, ni siquiera un cuerpo al que se le encarga el alma antes que deje para siempre los restos lastimados, siempre dolorosos por inútiles cuando el motor esencial quedó estropeado y sin remedio.
Intentamos aprender que de pronto aparecimos en un lugar desconocido, sin historia ni retazos de caras conocidas, sentimientos elevados en algún momento. Solos en un mar sin movimiento, inerte, ajeno a los vaivenes de las mareas desaparecidas, encaramos al destino para asegurarle que con el gozo del instante, de las horas, de los minutos, era suficiente.
Y no, nunca fue suficiente. Por el contrario, lastimó a casi todos, entender que de por sí especie efímera, todavía sería peor sin guardar un poco de memoria para, en ese futuro que nadie tiene seguro, empezáramos a recordar, simplemente recordar.
La enfermedad, el espanto, el terror de morirnos en una cama olvidada de la mano de Dios, solos, infelizmente solos, hoy nos devuelve a ser lo que nunca dejamos de ser: humildes pobladores de un planeta donde solo mirar hacia atrás nos conduce al lugar exacto donde nos guardábamos del olvido. Nos persigue un pasado a veces digno del olvido, pero que hoy cobra fuerza al hacernos entender que después de todo fuimos y por lo tanto somos, tal vez seremos.
Fueron miles los que de pronto fueron encerrados en un cuarto de emergencia y nunca volvieron a ver el cielo, las calles, la casa donde vivieron felices hasta que el destino los llevó a ese lugar donde se acabó el recuerdo, la memoria, la esperanza, empeñados en ganar una batalla que tenían perdida desde el principio.
¿Para qué tanto sufrimiento? ¿Para qué una lucha sin sentido, si además de muertos el olvido se les echó encima y los ahogó entre gritos que ya no salieron de pulmones rotos, desvalijados por un ladrón inmisericorde?
Salimos a las calles. Regresamos al confinamiento. Volvemos a salir. Regresamos una y cien veces, mil veces, un millón de veces. No, no podemos ser los de antes, porque extraviamos en la corredera del miedo a un hermano, un papá, un amigo, un alguien que al paso de los meses empezamos a creer que nunca existió.
Eso nos ha hecho esta enfermedad: desconoce nuestro pasado, no saber si en verdad a quien tanto extrañamos vivió, estuvo a nuestro lado, o solo fue producto de la imaginación, de la necesidad de no sentirnos más solos que de costumbre en un planeta que corre y corre para llegar al mismo lugar, al mismo instante en que la memoria desaparece para siempre.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta