LAGUNA DE VOCES

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Abuelo y el destino

Abuelo se quedó en el pueblo cuando nos llevaron a la capital del país. Su hijo, mi papá, heredó el gesto para despedir a las personas que amaba ya en el autobús: la mano derecha en alto y abierta como si estuviera a punto de cachar una pelota de béisbol. Abuelo se quedó solo en una casa con un tapanco lleno de baúles con secretos de magia que nunca nos preocupamos en recuperar, cuando abuelo se perdió por segunda ocasión en la hoy Ciudad de México para nunca volver a aparecer. 

Sin saberlo sus nietos, que somos mis hermanos y yo, empezamos a parecernos al abuelo Ezequiel y por lo tanto a su hijo Martín, no solo en los gestos, en la forma de caminar, sino en la concepción del mundo que tenía desde que se sentaba a leer todas las tardes, luego del trabajo en el campo. Era grande como un gigante cuando lo conocí, es decir del primer recuerdo claro que tengo de él: un hombre de 1.83 o 1.85 de altura, barba blanca, ojos café claros, clarísimos, poco pelo y unas manos delgadas que cualquier pianista seguro le envidiaría.

Tenía una mirada triste, melancólica es la palabra, porque atisbaba por un tiempo largo el parque que estaba frente a su casa, la pequeña iglesia heredada por la hacienda que luego se hizo pueblo, y el Sabino de Caspacio, el árbol a mitad del camino rumbo a la cabecera municipal.

Ahora que lo pienso estoy casi seguro que cuando se quedó en el pueblo, simplemente se quedó porque así lo había determinado mucho tiempo atrás, cuando murió su esposa, es decir mi abuela, cuando estaba cierto que cada uno de sus hijos cumpliría con absoluta responsabilidad el camino que se le había asignado. Y decir responsabilidad es decir amor, cariño, sinceridad.

Después dijeron que se había perdido, pero era difícil en un hombre que pese a haber perdido el habla por una apoplejía, nunca olvidaba la manera de guiarse en noches sin luz para llegar a su tierra, a su casa, al único lugar que le daba la certeza de que podía cumplir con su destino.

Todos cumplimos un destino con todo y que aseguramos que este se construye día a día, no es cierto. Caminamos con gusto por la senda que nos fue encargada, y sin duda somos libres para elegir esta u otra pequeña vereda, pero al final todo conduce a un mismo lugar.

Abuelo lo supo desde joven, papá también, y siempre estuvieron de acuerdo porque estaban seguros que sin un pasado en que construyeron la familia que les dio razón de ser, de vivir, nada valdría la pena. Y así vivieron, con la seguridad que da reconocer el camino que les fue ofrecido antes de nacer y que abrazaron con gusto, con enorme gusto.

Todos abrazamos el destino, algunos con tristeza, pero es mejor con alegría porque de todos modos lo tienen que recorrer. 

Abuelo, hoy que lo veo, salió de la casa de mi tía en la Ciudad de México para perderse y nunca regresar, porque así estaba escrito desde que le fue ofrecida la vida que tanto amó. 

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta

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