
Nunca volver a la normalidad
De alguna manera considerábamos que tarde o temprano regresaríamos a la ansiada normalidad una vez que nos pusieran la vacuna, y los casos fatales se redujeran casi a cero. Nos vimos de nueva cuenta en la calle, en alguno de los pocos viajes que toda la familia realizó. Respirábamos con la esperanza de que la pandemia empezara a replegarse y el encierro de más de un año hubiera valido la pena. El asunto fue y es salvar la vida, pero después de todo ya no regresaremos a la normalidad porque nunca será igual que antes, si uno de los personajes fundamentales de nuestra existencia, y que había dado vida a la vida con su capacidad para contagiar la vocación de amar desapareció un mediodía del mes de abril.
Ahora empiezo a explicarme por qué cuando uno se hace viejo llorar es una de las vocaciones más constantes; y es que de jóvenes, “muchachos” decía mi padre, si corremos con suerte, las pérdidas generalmente son las más lógicas o producto del paso de la vida, aunque tal vez la muerte de mamá antes de cumplir los 40 fue una preparación para lo que después vendría.
Con toda seguridad no poder regresar nunca a la normalidad es uno de los elementos que ganamos cuando nos quedamos con los ojos de espanto y la memoria necia que no acepta una pérdida sin entierro, sin adioses, sin los elementos que confirman la desaparición de este mundo de un ser tan querido como es un hermano. No regresaremos a la dichosa normalidad porque desde ahora y hasta que nos toque caminar hacia ese otro universo que ansiamos conocer, será imposible no ver la vida con el amor entrañable que siempre le tuvo Antonio.
Confundimos la “normalidad” con regresar a lo de antes, es decir apostar años y años de existencia a una lucha cotidiana contra lo que se nos pusiera enfrente y olvidar en el ejercicio periodístico las historias que cada día están ante nosotros, para dar prioridad a lo vano e intrascendente, como regularmente son las fábulas de poder con simples humanos que se creen reyes y aduladores que se aprovechan del loco en turno.
En cada uno de los hogares de los casi 220 mil muertos que ha dejado el Covid-19 a la fecha, existen las palabras que recuerdan a su difunto o difunta, que pueden decirnos simplemente que no pasaron en blanco por la vida, que fueron fundamentales para sus seres más queridos, que finalmente son los más importantes.
Construir esas historias donde el amor fue y es el eje central en que se finca la memoria para un difunto, es un deber amoroso que hoy como nunca entiendo.
La existencia humana no tiene ningún sentido si se es incapaz de mostrarse amoroso, platicaba con insistencia mi hermano, si nos negamos la oportunidad de demostrarlo a nuestros hijos, a nuestra pareja, a cada uno de los amigos y amigas que la vida nos dio la oportunidad de conocer, a los elementos más simples pero que gracias al amor descubrimos que son vitales, fundamentales.
Pero también, por supuesto, no rehuir al dolor, a llorar por lo que hemos perdido en un abrir y cerrar de ojos. Llorar, igual que el amor, es una acción que no puede ni debe esconderse porque es injusto, y a la postre llena el corazón de agua salada que luego constipa las arterias y lastima no solo en lo espiritual sino en lo físico.
Aprendí mucho de mi hermano, descubrí que la tarea fundamental en esto de vivir es descubrir y poner en práctica la capacidad de ser amorosos con la vida, para que ella lo sea con nosotros.
Que el poeta Enrique González Martínez, también médico de profesión, sin duda profesaba esa vocación y que dejó ejemplificada en el cierre de su poema “Cuando sepas hallar una sonrisa” al concluir:
y besarás el garfio del espino
y el sedeño ropaje de las dalias…
Y quitarás piadoso tus sandalias
por no herir a las piedras del camino.
Hasta siempre carnalito.
Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta