
Reírnos hasta que la barriga nos duela
Durante muchos años mi nieta Valentina jugaba todos los días en el jardín con sus amigos Max I y Max II, a veces otras dos niñas se sumaban a la pequeña palomilla que correteaba entre los árboles recién plantados, y lavandas olorosas que adornan un espacio con piso de madera para que la meditación llevara al Nirvana a sus practicantes, que hasta la fecha no han llegado. Sin embargo, ese diminuto grupo de niños y niñas daban vida al único espacio dedicado a sembrar las ilusiones que todos tuvimos en la infancia.
Después crecieron, Vale que era más pequeña dejó de salir a correr por todos lados porque sus amigos ya eran adolescentes y ella todavía una niña. Solo de vez en cuando tocaban a la puerta para preguntar por ella y si quería jugar fútbol, luego que había comprobado que tenía talento para patear la pelota y una que otra espinilla con sus zapatos botitas guindas y de charol.
Cada vez se fueron espaciando más las visitas de los Maxes, hasta que un día que nunca nadie previó se ausentaron de manera definitiva, igual que las otras dos pequeñas que compartían sus intereses de jovencitos. Vale decidió que también ya no había coincidencias y empezó a dedicar su tiempo a la afición de hacer letras por todos lados, de todo tipo de fuentes y tamaños.
Pasaron algunos años y está claro que ahora los Maxes y las otras niñas son jóvenes, Vale se asoma a la adolescencia y el jardín se empezó a quedar callado, silencioso, escenario que delataba la existencia de una comunidad más allá de la madurez, sin duda con la ventaja de la tranquilidad absoluta pero que poco a poco empezó a preocupar, porque el siguiente paso es la tranquilidad y paz de los sepulcros, y eso no le gusta a nadie, al menos no a los que conozco.
Así que resultó una alegría escuchar de pronto una tarde que de nueva cuenta sonaban pasos diminutos que corrían por todos lados, que gritaban, que pateaban una pelota. Así que de repente todo cobró vida de nueva cuenta.
Vale mira con interés lo que hasta hace muy poco ella hacía, y seguro que recuerda no sin nostalgia la simple vocación por corretear una pelota, patear lo que encontrara y reírse hasta que la barriga le dolía. Ya no es una niña aunque para mi siempre lo será.
Pero crece y crece, y se asoma a una edad única en la vida de todo ser humano, que deseo sea igual de alegre y despreocupada como su niñez.
Por lo mientras los niños aún más pequeños que la palomilla en que estuvo inscrita durante algunos años, dejan ver que gozan de la vida como solo los pequeñitos saben hacer para ejemplo de todos los demás.
El jardín igual que las estaciones del año, se nutre del nuevo sol y nueva luna que traen los vecinos en la presencia de sus hijos menores, los que enseñan con gusto singular que la única obligación que deberíamos tener en la vida es divertirnos, ser felices y reírnos hasta que la barriga nos duela.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta