Nadie se atreve a salir
Apenas se asomó a la carretera y distinguió la luz del último auto que salía de la ciudad, empezó a estar segura de que la próxima vez que empezara a desesperarse por la lentitud del tráfico casi a la entrada de Indios Verdes, sería cuando cumpliera los 40 años. Del primero de secundaria que cursaba cuando todo empezó, a la conclusión de la carrera profesional cuando todo terminó, habían pasado tantos años entre que regresaba la normalidad y se perdía, que acabó por acostumbrarse a los meses en que podía ir a un restaurante, fiestas y paseos, pero también los años, uno o tres, en que debía esconderse en su casa con la esperanza de que ninguno de los enfermos saltara la barda para robarse comida y de paso contagiarlos.
Trabajar en casa desde una computadora con velocidades que a estas alturas rebasaban los cinco mil gigas resultó al principio una novedad que festejaba, porque le sobraba tiempo para meterse a todo tipo de encuentro a través de zoom o plataformas por el estilo, que pasados los primeros cinco años de reclusión intermitente entraron en desuso para regresar a encuentro furtivos a través de las rejas de cada hogar convertido en prisión.
Como todos, recordó que nadie se había tomado en serio las advertencias escandalosas que se hacían a través de los medios tradicionales de información y las redes sociales, en los que coincidían, eso sí, en que el virus se había vuelto tan letal que apenas lo respiraba un pobre descuidado empezaba a ahogarse hasta morir, sin ninguna atención médica porque simplemente ya no había servicios de salud.
Pero luego pasó lo que pasó en un Estado de la República completo que se quedó sin un solo habitante luego que la enfermedad arrasó en menos de una semana con todos sus pobladores, y la Federación ordenó disparar en contra de quien se atreviera a querer atravesar las rejas tapizadas de concertinas (alambres repletos de navajas filosas) que aislaron la mayor parte del Norte del país.
Así que todos tuvieron que tomarse en serio la catástrofe y acostumbrarse a que por largas, larguísimas temporadas, solo podían dar vueltas y vueltas al jardín del fraccionamiento, de la casa, o asomarse por el balcón del departamento para ver otro paisaje que no fuera la pared pintada de color ostión.
Todavía cuando fue a la capital del país tuvo la esperanza de que apenas terminada la secundaria podría inscribirse en la preparatoria y asistir a clases como cualquier niño de otra época, como sus padres y sus abuelos, pero desde que regresaban por la noche y justo ahí, en Indios Verdes, supo que pasaría su adolescencia y juventud frente a la pantalla de una computadora, ante la cual también presentaría su examen profesional y podría realizar el viaje anhelado a otro país sin salir de casa.
Después vino el año en que todo se volvió un caos, en que la transformación del país se quedó trabada luego de los movimientos armados que surgieron en diferentes poblaciones pero que acabaron a las pocas semanas por el contagio de todos los insurrectos y su posterior muerte, además que el Ejército había sido disuelto porque de hecho ya nadie salía a las calle y solo se dedicaba a la entrega de alimentos, que los que podían compraban en las plataformas de Amazon y Mercado Libre con un recargo por usar los canales de distribución implementados por las Fuerzas Armadas.
Resultaba sospechoso cayeran en desgracia todas las empresas menos las que se dedicaban a mandar cajas y cajas con todo tipo de productos que quién sabe quién producía, o a lo mejor resultaba que como en un capítulo de Black Mirror, los robots habían acabado por quedarse con todas las fábricas y repetir sin sentido la elaboración de bocinas, pantalones, tenis y todo eso a lo que se habían acostumbrado.
La carretera fue reabierta pero no se ve ninguna luz de automóvil o autobús. Y es porque ya sin virus que temer, nadie se atreve a salir.
Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta