LAGUNA DE VOCES

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Los fantasmas que miramos somos nosotros

Desconozco cuando dejé de prestarle atención a los fantasmas que caminan por los pasillos del periódico, se sientan en las bancas del jardín, miran con infinita calma el bamboleo de los cipreses, juegan el agua invisible de la fuente seca y de pronto se desaparecen. Un tiempo me gustaba escucharlos jalar sillas a manera de protesta, tocar con los nudillos las paredes de tablaroca, caminar con marcialidad de un lado a otro, y seguro celebrar los sustos que pegaban. Eran unos fantasmas que cumplían con creces la encomienda que tienen todos los que ya no están, pero siguen presos de la vida por alguna razón.

Luego que se hizo costumbre cambiaron la táctica, y todo el tiempo los que escribían hasta entrada la noche, aseguraban que alguien se asomaba por sus hombros, que incluso les animaban a contar otras cosas que no fueran las notas del día. Pero muchos empezaron a quejarse de semejante intromisión y de nuevo se fueron, o se hicieron los desentendidos para volver al jardín, a los pasillos, a la existencia extra que durante mucho tiempo practicaron con todo arte y voluntad.

Cuando se colocaron las cámaras de vigilancia, por aquello de los vivos que se pasan de vivos, adquirieron la manía de sentirse artistas y posaban largas horas en actitud de espanto, pero eso duró poco, porque siempre han sido fieles a su costumbre de tener la mejor compostura con miradas soñadoras, llenas de ilusión, para dejar testimonio de que hay mucho después de que se les declaró difuntos.

A quien dejé de ver, tal vez para siempre aunque quiero pensar que no es así, es a una mujer de abrigo azul marino con una niña de la mano de pelo lacio y ojos de inocencia absoluta, no tristes, sí en cambio curiosos, todavía con la pregunta a la mano de qué hace en un lugar como una redacción.

Debe ser el frío de estas épocas el que los ha ahuyentado, pero estoy seguro que andan por ahí, guarecidos entre rollos gigantes de papel, en preparación para una nueva época en que por fuerza tendrán que ser luminosos, plenos del sol que en estos días no se aparece por ningún lado.

Todo lugar en la tierra tiene sus fantasmas. Pocos o casi ninguno son aterradores, porque  ese fue un invento de las películas para atraer gente a las salas. Tampoco son amigables como Gasparín. No, no responden a ningún modelo de los que conocemos.

Simplemente siguen con su vida, y esa debe ser la razón por la que a veces se ausentan o dejamos de ponerles atención.

Pero son fieles a su causa, la causa de la eternidad, y por lo tanto cada vez que se dan un tiempo caminan por aquí, por allá; dan golpecitos leves a las paredes, soplan en la oreja o simplemente se sientan a mirar la mañana, la tarde, la noche, los días.

En una de esas somos nosotros los que ya no estamos, porque a fuerza de echarle razonamiento al asunto, nunca hemos tenido la seguridad de estar aquí, para mirar, observar. Es muy posible que sea al revés, y que en esta tarde de congelador, empiecen a preguntarse cuál es el gusto de un grupo de hombres y mujeres que escriben, acomodan notas en una pantalla, le sacan una placa de acero, la meten en una máquina y sacan un mantel de letras y fotos para llevarlos a la calle.

Están a gusto. Estamos a gusto.

Ellos miran, o nosotros los miramos. Es un hecho que nadie sabe quiénes son los fantasmas. A lo mejor doy más lata con el teclear de la computadora, la música que pongo en el estéreo, el teléfono que suena.

Sepa Dios. Pero estamos en algún lugar, y de vez en cuando nos miramos directo a los ojos, ninguno de los cuales es de calavera, sino de rostros que dejan en claro la vida.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta