La estrella que explotó
La estrella empezó a brillar más allá de lo normal un día miércoles del mes de noviembre, y está claro que el año no podía ser otro más que el 20-20, cuando sucedió todo lo que nunca en décadas y décadas, de tal modo que no resultó una sorpresa cuando el cielo se encendió durante la madrugada para quedarse así, ante el asombro, aquí sí, de los que se miraron la cara completa incluidas boca y nariz, luego de casi un año que andar embozos era la única normal anormalidad.
Si la estrella hubiera estallado antes de las 24 horas, lo que después se supo no fue así, la mayor parte de la ciudadanía no habría descubierto que el rostro de sus semejantes además de ojos, frente y orejas, también consideraba una nariz y una boca que podía sonreír. Pero para fortuna de todos, por la madrugada la gente acostumbra salir de sus casas en pijama si la tienen puesta, o con lo que encuentran a la mano, porque es evidente que a esas horas solo una emergencia puede provocar semejante reacción.
En las calles todos miraron primero el cielo que brillaba con tal fuerza, que por un momento pensaron que iban a acabar achicharrados, lo que descartaron casi de manera inmediata porque tanta iluminación no había elevado ni un grado la temperatura. Luego entonces no era el sol, nuestro astro rey que ni se inmutó por lo que sucedía a unos cuantos millones de años luz de distancia.
Los tiempos inéditos que se habían vivido desde los primeros meses del año, permitieron evitar la histeria colectiva y por el contrario, resultaba cuando menos una forma de abandonar la rutina, la aburrición por el encierro y el miedo que a todos, sin distingos, afectaba en el cierre del 20-20.
Todo se invirtió, porque los estertores de una estrella, que después fue identificada con un nombre bastante raro y que solo los científicos saben el porqué usaron, tuvieron como acierto absoluto que presentaron las noches más hermosas que se tengan memoria en la historia de la humanidad, solo tal vez comparables con las que dicen los Evangelios construyó la de Belén, tal vez pariente de la que ahora se supone moriría.
Cada noche empezó a ser esperada con impaciencia, y la luna apenas si podía verse de tanta blancura, tanta luz, pero que nada tenía que ver con la que traía el sol de la mañana.
Resultaba coincidencia bastante curiosa que justo en las semanas que anteceden a la Nochebuena y Navidad, los cielos se iluminaran de madrugada, pero que además todos los seres humanos estuvieran tan tranquilos, tan llenos de una felicidad que no se podía explicar, con todo y que la pandemia de un virus tan asesino se hubiera llevado a varios millones de personas.
Pero los que quedaban se veían felices sin poder explicar su actitud. Simplemente sonreían y daban por hecho que andar sin cubrebocas estaba justificado cuando era acompañada esa actitud por una vestimenta que solo aceptaba pijamas, batas de franela y otras singularidades de ese tipo.
De frente al año nuevo algunos empezaron a notar que la noche, que era más que día, chisporroteaba como las luces de bengala cuando están por apagarse, y lógico es que cundió el miedo, la preocupación y hasta la tristeza. Con seguridad la estrella, su luz, ya reflejaba la muerte de su origen.
Sin embargo no fue así.
Por el contrario, la luz se hizo más y más fina, casi se podía tocar.
Fue un descubrimiento único que todos realizaron en un mismo instante: se había empezado a convertir en seres de luz, de algo que todavía nadie alcanza a describir, pero que convierte las manos en un río, los ojos en grandes faros y la boca en bendiciones que resultan ser efectivas para hacer milagros.
Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta