No era un virus, era la tristeza
Su visita siempre había sido indeseable porque no respetaba a nadie. A su actitud de absoluto desprecio hacia todos los habitantes del pueblo, se sumaba el gesto de burla porque consideraba a todos ignorantes, todavía más cuando alguien se atrevía a pedirle que no fumara en lugares cerrados, o que se abstuviera de sus comentarios hirientes que siempre dirigía a los que confesaban su creencia en Dios. El resultado era contrario porque no los dejaba en paz y todos rezaban porque se fuera lo más pronto posible.
“Aguanten, solo serán tres meses y se irá para nunca volver. Ya lo acordamos y verán que no volveremos a padecerla”, decía el mensaje que llegó a todas las casas casi listas para ser adornadas con motivo de festividades de cada año, lo que de manera inmediata trajo consuelo y mucha esperanza a todos. Las dos calles que cruzaban el pequeño centro de la población vieron como la gente sonreía ante la buena nueva, y la despreocupación cundió.
Pero pasó el plazo pactado y lejos de irse las actitudes de la indeseable empezaron a verse en otras personas, principalmente las mujeres jóvenes que estaban a la espera de ser aceptadas en la universidad localizada en la capital del país. Así que ya no era una sola sino muchas, y eso resultaba una maldición desde el punto de vista que se le quisiera ver.
Lo que sucedió después nadie puede explicarlo porque no hay testigos de los hechos y que algunos que llegaron a conocer el caso se apuraron a calificar como “horrorosos, solo propios de un infierno en la tierra”. Sobra decir que solo salvaron su vida aquellos que huyeron a tiempo y que nunca creyeron lo que algunos dijeron, en el sentido de que se trataba de una histeria colectiva.
Porque del desprecio inicial que contagió a muchas mujeres jóvenes, pronto pasó a las agresiones sin sentido que dejaron el primer muerto en la parada del único autobús que daba servicio después de las ocho de la noche, justo cuando el frío llegaba a ser congelante.
Lo encontraron sentado en la banca del paradero sin huellas claras de que hubiera sido asesinado de manera violenta, como si no fuera la boca llena de sangre pero que ningún análisis determinó que tuviera como origen un golpe en la cabeza con algún objeto. No, la sangre provenía de sus pulmones, pero una buena cantidad de los que alcanzaron a verlo, sostuvieron hasta la necedad que algún arma que no dejaba huellas era a causa de que se reventara por dentro.
Entonces se acordaron de la indeseable, de la que profería frases burlonas para los que ahora más que nunca urgían a Dios para que se la llevara, para que este capítulo amargo terminara lo más pronto posible.
Pero ya era tarde.
Un mes justo antes de la Nochebuena todos, salvo los que habían huido por presentir que la desgracia se cebaría sobre todos, el pecho le reventó a mujeres, hombres, abuelos, niños. Nadie escapó.
La indeseable había llevado una enfermedad que asesinaba en pocas horas, que terminaba de golpe con lo que encontraba a su paso, y los síntomas más comunes era esa actitud de odio, de profundo desprecio. Después, mucho después se supo que era tristeza, una profunda depresión la que salía de sus poros, de sus palabras, de sus ojos. Y el pecho se rompía en llanto silencioso, oculto a todos.
El pueblo murió de tristeza y al menos durante 20 años todos habían creído otra cosa, hasta inventaron que un virus desconocido era el causante de las muertes.
Era la simple tristeza, la complicada tristeza, la maldita tristeza.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta