LAGUNA DE VOCES

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Todo desapareció, el recuerdo también

El único pasajero vivo miraba con curiosidad los despojos de una tierra donde incluso los muertos se habían esfumado. Sabía que le esperaba un final idéntico al que durante más de dos décadas asoló a los habitantes de ese planeta único y hermoso desde el cielo, pero herido hasta la eternidad por una enfermedad tan simple que no atinaba a explicarse el por qué nadie hizo algo sensato para olvidarse, aunque fuera un rato, de la desgracia, la sensación de que todo iba a terminar en la nada que tanto temían. Era asunto de olvidar, de volver a creer en los conjuros que a lo largo de miles y miles de años sirvieron para salvar a una civilización que precisamente por eso -creerse civilizada-, sostuvo que los ritos primitivos no servían para nada cuando la realidad era todo lo contrario: primero que no eran civilizados, segundo que sin la simple creencia todo estaba perdido.

Por desgracia estaba solo para invocar a las deidades de todo el universo que pueden curar la misma muerte, si se les pide con la sentida vocación de los que sufren y extrañan esa rara sensación de hacer que la nada o la oscuridad se conviertan en algo vivo semejante a las criaturas que poblaron esa esfera a la que nadie quiso ir, porque llegaron a tenerle miedo por la incapacidad de sus moradores para recordar quiénes eran en realidad.

Así que caminó por las veredas de ciudades que poco a poco regresaban a su origen cuando no había rastro alguno de los que ya una vez se habían ido por negarse a creer, a mirar más allá de su diminuto tiempo que les tocaba pasearse por los senderos de la existencia. Era tan raquítica la suma de años que un ser humano lograba sobrevivir a su descreencia, que no atinaba nunca a comprender cómo no decidían ampararse con los simples sueños de eternidades.

De tal modo que comprendió la negativa de todos los convocados para descender a ese lugar azul, único entre todos los universos que se habían conocido porque poseía todos y cada uno de los elementos que producirían la fe, la capacidad de creer más allá de su simple inteligencia. Pero todo fue en vano. Cuando se deja de creer la vida se apaga, miles se mueren de pronto, luego todos.

Lo más lamentable era que ese único pasajero ya no regresaría, y algo sucedía que no podía creer en que el simple deseo de volver a su hogar bastaba para que así sucediera. Y era una lástima, porque nadie puede rescatar a quien no lo desea, a quien ha perdido la capacidad de negar la broma absurda de no ser nada, y por lo tanto termina justamente en eso, en la nada.

No había vacuna para tanta calamidad. En realidad nunca la hubo. En realidad cada vez que se desataba una epidemia, pandemia, peste, gripe de cualquier nacionalidad, no era ésta la que asesinaba millones y millones, sino la incapacidad de todos para recordar, para aventurarse en los laberintos de la memoria.

-Olvidaron, olvidaron-, alcanzó a reportar el único pasajero de una nave que no tenía boleto de regreso a ninguna parte. 

Se miró en el pequeño espejo de agua donde flotaba un manojo de pétalos de gardenias, esas olorosas. Miró un rostro apesadumbrado, triste, incapaz de convocar al recuerdo cuando resultaba sencillo creer, saberse parte sustancial de un plan ajeno a las rutinas.

Luego tosió un buen rato. Después dejó de respirar.

Todo desapareció, él también, el recuerdo también.

Mil gracias, hasta mañana.

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@JavierEPeralta