Ser un ciprés
Pasa con tanta prisa el tiempo que no tenemos otra reacción más que sorprendernos, y mirar que hace algunos años plantamos unos árboles diminutos que hoy se asoman a la azotea de la oficina, desde donde nos aseguran, con absoluta certeza, que seguirán rumbo al cielo, a menos que una plaga los detenga o sus raíces se conviertan en un peligro para las paredes que las rodean.
En tanto los que miramos insistimos simplemente en eso, en mirar, en descubrir paso a paso que después de todo los vimos crecer, hacerse tan fuertes que ningún vendaval les haría daño, y que tarde o temprano tomarían el rumbo que quisieran, fuera malo o bueno, pero finalmente de ellos, los que un tiempo consentimos porque eran pequeños y al final de cuentas eran nuestra responsabilidad.
El asunto es que la vida transcurre y está de más pensar que por alguna razón tendría que detenerse, porque eso es un absurdo, igual que desear que los árboles, un día cualquiera, se queden al mismo tamaño que nuestras ansias de querer ser inmortales.
No hay remedio para esto de juntar años y años en un caminar que cada vez se hace más lento, más interesado en conjugar la ilusión de que estaremos el tiempo que sea necesario para que la magia de los conjuros sea verdad.
Lo mejor, además de convertirnos en observadores profesionales, será desearles buena vida a los cipreses que tienen por vocación crecer a pesar nuestro, vivir a pesar de todas las desventuras del tiempo, y que por eso son el escenario preferido para los entierros en camposantos.
Por supuesto pudimos plantar un pino, un álamo canadiense que deja una goma imposible de quitar en los carros, pero por alguna razón que todavía no conozco, un ciprés es lo mejor para jardines que pocas veces son visitados, y entonces es posible comprender que igual de huraños que quienes los pusieron en la tierra firme, se hacen indiferentes, o por lo menos se preocupan poco si los ven o no los ven.
Les gusta crecer sin otra preocupación que esa: crecer y dar testimonio de que, igual a las personas, algunos tienen la vocación firme y única de cumplir una encomienda que de manera divina les fue hecha. Y no, nunca fallan, nunca dejan de hacer su labor de manera cotidiana, sin días de descanso, y mucho menos espacio para pensar el porqué de su tarea.
El cielo se puso rojo en estos días de septiembre en que el frío es intenso por las mañanas, luego en las tardes-noches. A los cipreses les importa poco, porque se asoman apenas en la barda del jardín y se mecen al compás de un viento que desde los huracanes es constante, rítmico, único.
Lo cierto es que los árboles siempre tendrán la entereza de crecer, de mirar al cielo, de nunca detenerse para agobiarse por la vejez, y eso es importante, porque más tarde que temprano, empezamos a comprender que el único misterio de la vida es vivirla.
Dicen que los cipreses son propios para un panteón. Puede que así sea, pero siempre comprobamos que reúnen cualidades únicas para sobrevivir, y eso es lo contrario a la muerte que abunda en los camposantos.
Así que de alguna forma, es un hecho, logran dar luz a los que se fueron. Porque en sus raíces juntan el último aliento de los recién enterrados, y los elevan al cielo, más allá incluso, y luego se quedan tan tranquilos, tan despreocupados, tan muestra luminosa de que no es el tiempo, no son los años, sino las ganas de estar aquí, en un jardín, en un espacio diminuto con las ansias absolutas de crecer, siempre crecer.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta