LAGUNA DE VOCES

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Fiesta en el pueblo

El 25 de agosto era, con toda seguridad, el único día que mi padre dedicaba íntegramente para él, solo para él y la fiesta del pueblo que lo vio nacer. Muy temprano se despedía, cuando no me llevaba a mi o a mi hermano Martín de “pistolero” como acostumbran decir por allá. Era el festejo que esperaba durante todo un año, y sobre todo el encuentro con sus amigos de toda la vida, compadres generalmente como Don Ranulfo, el de la tienda en la esquina donde termina el crucero que parte de la carretera que va para Aljojuca.

Nunca supe de qué platicaba durante horas y horas con quienes convivió desde la infancia, hasta que un día caminó hasta donde pasaba el autobús y se fue junto con su esposa al Distrito Federal, donde meses más tardes llegamos los que conformábamos su familia. En realidad el pueblo de laguna que cada año se queda más y más seca, me llegó a la memoria de rebote por tantas pláticas con mis tías, especialmente Amelia que supo recrear la magia que envolvía el hablar despreocupado de los del pueblo, en que vivos y muertos podían convivir sin problema alguno.

Seguramente, si estuviera vivo, mi padre despertaría en la madrugada, acomodaría un suéter en la bolsa de plástico del mandado, de esas fabricadas con una especie de mosquitero colorido, y a manera de despedida levantaría la mano  con la mano abierta para irse con la promesa de regresar con pan de fiesta, chito que es carne seca, chile costeño para el guisado que tanto le gustaba y la reseña completa de las carreras de caballos allá por el Sabino de Caspacio.

Es hasta estos días de la fiesta del pueblo, cuando empiezo a comprender la facilidad con que él podía reunir los elementos de la felicidad. Porque con todo y que el 25 de agosto era un día muy especial, lo eran todos si cada uno de sus hijos estaba sano, caminaba por buen rumbo en la vida y sus nietos no se enfermaban. Cuando las cosas se complicaban en la existencia en alguno de los integrantes de su familia, es decir nosotros, no dudaba en recorrer la distancia que fuera necesaria, hacer viajes de seis horas en autobús, para llegar y simplemente pedir que enderezáramos el camino, recomendar que nos cuidáramos, que comiéramos bien y que estuviéramos al pendiente de nuestros hijos.

De tal modo que la afición más importante que nos dejó, además del basquetbol, el box y el ciclismo, y no se diga su admiración por Pancho Villa, fue que con lo que tuviéramos en la mano disfrutáramos vivir. 

Así que hoy cada uno de sus hijos, su hija única también, estoy seguro que intentaremos la felicidad, amaremos cada una de las razones que nos hacen ver con tanta ilusión la fiesta del pueblo que tanto amaba mi padre.

Después de todo él construyó la vocación de ser feliz desde que nos vio nacer, desde que supo que lo guardaríamos en la memoria para que se subiera al autobús, nos dijera adiós y partiera alegre, feliz de que la fiesta de su pueblo empezaba.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta