LAGUNA DE VOCES

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Las bondades del encierro

  • De alguna manera creímos ser felices en ese encierro voluntario al que nos sometimos

La certeza de que todo lo malo solo podía pasarle a gente que vive en otros continentes, otros países, incluso otros estados de la República, nos mantuvo ajenos precisamente al sufrimiento ajeno, porque desde hace mucho era eso: ajeno. De tal modo que construimos bardas de indiferencia absoluta para dejar bien claro aquello de “ya tengo bastante con mis problemas para sumar los de otros que ni conozco”. De alguna manera creímos ser felices en ese encierro voluntario al que nos sometimos, pero con la seguridad de que no lo era. Resulta que siempre hemos sido ingenuos para aceptar que empezamos el viaje eterno aun antes de morir, porque decidimos quedarnos solos.

A finales del 2019 tuvimos noticias de que un virus atacaba a los habitantes de una población en China, y como China está quién sabe dónde, pero muy lejos, estuvimos no solo nosotros sino nuestras autoridades, seguros de que en un viaje tan largo así fuera en avión seguro el bicho contagioso moriría irremediablemente. Es decir que estar tan lejos nos haría inmunes.

No fue así, está claro, pero lo peor del asunto es que una enfermedad que por su naturaleza estaba destinada a terminar con el aislamiento, provocó que precisamente esa situación, el aislamiento, se elevara a la “n” potencia, de tal modo que lo de hoy es guardarse entre todas la bardas que se puedan construir; y si hay necesidad de salir a la calle, un tapabocas al que se le puede agregar una careta de plástico, deja bien en claro que no queremos nada con nadie, que en resumidas cuentas sería buena idea que un probable contagiado anduviera con una estrella luminosa en la cabeza.

2020, el arranque de una nueva década ha sido un año que esperamos terminar sea como sea, y con la idea de que quitar un cero y sustituirlo por un 1 cambiará todo, pero bien sabemos que no será así; que por el contrario, el aislamiento en el que de por sí ya vivíamos, tendrá que incrementarse y dejarnos como gran lección que llegamos solos a la vida y solos nos iremos.

Los objetivos de la existencia misma empiezan a ser cambiados, y puede que en ese aspecto es donde encontremos de pronto nuevas esperanzas, porque con todo y que el selecto grupo de los de siempre buscarán la forma de mandarnos fotos desde algún país lejano y exótico al tiempo que saborean finos vinos y degustan espléndidas comidas, de pronto descubriremos que ya ni envidia nos causan, porque lo destacable de este virus es que, al parecer, barre parejo y no acepta cochupos de ninguna especie.

Al menos eso es lo que uno cree, aunque seguramente a la vuelta de la esquina nos enteremos que también le entraba a la mordida.

Pero de alguna manera hay cambios sustanciales en la forma de ver las cosas, en comprender que ni el mundo, ni los políticos cambiarán porque simplemente no lo desean y no tienen por qué hacerlo.

Y por ahí podemos empezar a ver que después de todo el encierro puede servir, empezar a servir, para creer un poco más en que no era la tecnología y su modo de comunicarnos con todo el universo el camino para comprender que después de todo en la vida no es asunto de sumar más seguidores, más supuestos amigos o amigas lo que puede traernos la felicidad, o el intento de felicidad en el que estamos empeñados. Son pocos, muy pocos, los seres humanos que la coincidencia o el destino, o la espera eterna que aguantamos porque era necesario esperar, los que habrán de acompañarnos hasta que el tiempo se cierre.

No era asunto de número, sino de entender que desde que llegamos a la vida sabíamos, bien que sabíamos, quién, quiénes, nos acompañarían hasta el justo instante del adiós. Además las cuentas de internet un día cualquiera ya no se pueden abrir y descubrimos que no habíamos perdido nada. De alguna manera los pocos con los que estamos hermanados nos hacen hermanos de todo el mundo.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta