LAGUNA DE VOCES

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Cuidar el mundo mágico de los ancianos

  • En el principio de este negro panorama, se colocó a los mayores de edad como blanco del virus… 

Ahora que la pandemia del Covid-19 trajo al escenario principal de nuestras existencias a los que comedidamente llamamos Adultos de la Tercera Edad, empezamos a entender que pocas veces el mundo entero se ensañó tanto con un sector de la población tan homenajeado de palabra, pero con mucha frecuencia olvidado en el terreno de los hechos.

Hasta antes de que alguien tuviera la idea de conformar un nuevo vocabulario para referirnos a los que están cercanos a los 70 años, o los rebasan y están por llegar a los 80, los diccionarios de sinónimos eran poco respetuosos con quienes habían dado la mayor parte de su vida para cimentar la estructura económica que diera fortaleza a la vida de sus hijos.

De tal modo que aparecían por un lado calificativos sin duda hasta cariñosos como abuelo, maduro,  y tal vez anciano. Solo tres digamos afables, a cambio de una lista enorme en la que encontramos: vejestorio, matusalén, decrépito, veterano, senil, achacoso, vetusto, centenario, añoso, arcaico, anticuado, pretérito, rancio, fósil, antediluviano, arqueológico, gastado, estropeado, deslucido, ajado, usado, destartalado, y otras lindezas.

Por supuesto estas últimas formas de referirse a un adulto mayor algunos las reservamos para los que no son sus cercanos, pero por desgracia no son raras de ser escuchadas cuando se trata de los otros que no tienen ninguna línea consanguínea con nosotros.

La pandemia nos trajo una versión temible la sociedad de consumo en que hemos pasado la mayor parte la existencia, porque en el principio de este negro panorama y casi de manera automática, se colocó a los mayores de edad como blanco del virus, de tal modo que aislarlos fue la primera medida a tomar. No pocos ya vivían un aislamiento que también tenía mucho que ver con el olvido, la certeza de que existe una fecha de caducidad en los seres humanos, después de la cual ya no hay garantía de nada en sus acciones.

Yo conozco a muchos viejecitos, así es mejor llamarlos, que como seguramente nosotros en poco tiempo, empezaron a regresar a los años de la infancia, no solo por las complicaciones para caminar con soltura, manejar con precisión necesidades básicas, sino por la recuperación del pensamiento mágico que desde el nacimiento nos fue otorgado gratuitamente y con creces.

Las personas que más amamos un día cualquiera no saben distinguir con claridad entre el mundo de los vivos y los difuntos, y aseguran que apenas unos minutos antes de que llegáramos a visitarlos, platicaban con su esposa muerta hace muchísimos años o con sus hermanos que también partieron.

Es recurrente achacar a que con el tiempo el cerebro empieza a fallar, pero resulta más lógico pensar que el regreso al lugar de donde un día llegamos, implica volver a tener la capacidad de pensar mágicamente, y no solo pensarlo en calidad de invención sino saber que es real, que es cierto.

De otro modo sería absurdo creer que con morirse simplemente es posible subir a ese tren que da vuelta en la esquina con rumbo a la parada inicial.

Los que se van jóvenes, incluso niños, no tienen que ejercitar el recuerdo sobre esos asuntos porque lo mantienen vivo. Hay problemas sin duda con quienes viven una etapa madura y dejaron de creer en todo.

Pero los ancianos, los de la Tercera Edad, saben que están listos cuando reciben la visita de sus difuntos, pueden mirar en el cielo nuevos fragmentos del universo, y creen con absoluta sinceridad que la vida sí tiene cabida para la magia, para creer en las facultades únicas del pensamiento que conserva ilusiones.

Sin ellos corremos el riesgo de perdernos. Sin su recuerdo, si ya partieron hace algún tiempo, la vida sería simplemente vida y carente del consuelo que solo puede otorgar el amor por las ilusiones, los universos que crecen al ritmo de ellas.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta