LAGUNA DE VOCES

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Meterse a la fuerza en la eternidad

  • No conformes con el reino de este mundo, pretenden también asegurar el del espíritu y el recuerdo… 

Hay personajes en el Estado, por supuesto también en el país, que han tenido como logro fundamental en su vida el haber hecho dinero, mucho dinero; vaya pues, al grado de que sus descendientes son millonarios, y por lo tanto pueden darse el lujo de, previas donaciones, lograr que instituciones educativas y de muy diverso índole, le pongan el nombre de sus progenitores a las instalaciones que construyen con esos recursos. Muy al estilo del “haiga sido como haiga sido”, imponen a la eternidad sus apellidos en placas doradas, lo que garantiza que quien las vea, dé por hecho que se trató de benefactores de la humanidad, lumbreras del conocimiento, maestros de la vida, o lo que usted diga y mande.

No conformes con el reino de este mundo, pretenden también asegurar el del espíritu y el recuerdo. Cuando uno pensaba que en la muerte todos somos iguales, nos encontramos con que eso tampoco es cierto, y que por lo tanto tendremos que conformarnos con una pequeña lápida y, tal vez, la necia memoria de la familia que insistirá en acordarse del que se fue.

La soberbia de algunos, no pocos, les lleva a construir leyendas en torno a su familia, en el entendido que a falta de talento está el dinero para comprar el nombre de una calle, un teatro, un auditorio, un centro deportivo, vaya pues lo que les venga en gana, porque hoy en día el negocio de la posteridad a la fuerza, también es propiedad de los mismos vivos que regentean recursos destinados en beneficio de los ciudadanos.

Una mínima investigación sin embargo, echa por tierra la leyenda que se construye en torno a héroes o benefactores inventados. Se descubre, por principio de cuentas, que no era el hombre dadivoso y humano que trataba con singular bondad a sus empleados, sino un simple explotador miserable que fincó su fortuna en la miseria ajena, y por supuesto también en los turbios manejos para dejar fuera a los que inicialmente fueron sus socios.

A diferencia de un escritor de renombre, un científico, un deportista único en su género, los que buscan la posteridad a fuerza de dinero no resisten el mínimo escrutinio, porque su única carta de presentación son los billetes, y la vida inventada que los colocaba casi como santos.

Un Juan Rulfo ha resistido y resistirá el tiempo no por una existencia ejemplar, que no lo fue, sino por una obra rotunda, absoluta. Lo mismo con un personaje como el hidalguense Ricardo Garibay.

Y por supuesto, ninguno de los dos engendraron hijos que tuvieran como obsesión que le pusieran sus nombres a cuanto teatro, auditorio o centro deportivo se construyera en su tierra natal.

Sucede que a las revistas de sociales donde los ricos de siempre presumen que regresan de Europa, que se casan con la “Chiquis” López y emprenden su luna de miel rumbo a destino exótico, ahora se suman los que compiten a ver quién logra que le pongan el nombre de sus progenitores a más auditorios, puentes, calles, bulevares, deportivos y todo lo que tenga que ver con la idea de que, “en la vida como en la muerte, los jodidos no tienen nombre, y los ricos hasta placas de oro”.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

twitter: @JavierEPeralta