* Ángeles de lluvia
Ya pocas veces llueve en la ciudad. Cuando así sucede, los que deben conducir descubren que por alguna razón, de pronto tienen prisa por llegar a donde sea y como consecuencia lógica siempre hay un accidente a la bajada de los puentes, que de un tiempo a esta parte, se convirtieron en sinónimo de grandeza y modernidad. También, aunque la conciencia que da la cara lo niega, hay un gozo enorme por pasar cerca de un charco y dejar hecha una sopa al pobre transeúnte que tuvo la desdicha de estar en la hora y el lugar equivocado.
La lluvia en Pachuca cambia a las personas y las puede transformar en todo porque los efectos siempre son diferentes. No así con el calor que lleva siempre a una alegría desbordada y a un continuo quejarse, porque no hay nada mejor para cualquier plática que el asunto del clima. El frío simplemente hace de los pachuqueños de nacimiento y de la emigración eso: pachuqueños. Tiene sus asegunes el carácter huraño, pero también sus beneficios, porque cuando se muestran con su alegría desbordada, es signo inequívoco de que te han aceptado. Sucede muy rara vez, pero sucede.
Pero la lluvia es otro asunto, y lo que pueda suceder siempre resulta un misterio.
La melancolía es un efecto hasta trillado, tan usado que ha perdido su magia, al menos el que todos conocemos, pero para fortuna de todos desde hace algunos años modificó su actuar, y ha permitido que surjan variantes que solo pueden registrarse en la cuna del paste y el fútbol.
Sucede que en las puertas de la cantina con más tradición de las tierras pachuqueñas, y sobra decir que me refiero al “Salón Pachuca”, la lluvia registrada un año que algunos prefieren olvidar en la memoria, fue tan intensa que a la par del desbordamiento del Río de las Avenidas cuando ni siquiera estaba en planes entubarlo, surgió de sus aguas un hombre vestido de ángel que de manera insistente preguntaba la dirección del conocido lugar donde escancian bebidas espirituosas.
Cuando llegó ya lo esperaban, y como si el día de ayer se hubiera ido lo saludaron con gusto y camaradería. Luego de tres bules, que son muchos para cualquiera, hasta para un ser celestial, el hombre se fue cuando el aguacero empezaba a disminuir.
Igual que como llegó le dijeron adiós luego de un abrazo y recordarle que no debía ausentarse tanto tiempo, porque pasado un año quién sabe cuántas cosas pueden pasar. Aseguró que no, que más seguido lo verían por esos rumbos.
Pero no regresó. De esto que escribo hace 13 o 15 años, y todos aseguran que con toda seguridad en las lluvias que se registraron cerca del 2000 ya no pudo salir del Río de las Avenidas, o bien quedó trabado en alguna parte del gigantesco tubo donde fueron a parar las aguas que bajan de El Cedral.
No es que exista la seguridad de su muerte, porque además difícilmente se podría morir, pero a partir de esa última ocasión siempre que llueve aparecen ángeles, ya no solo en el negocio del Mateo, sino en muchos otros lugares. Cuando baten sus alas el cielo truena de una manera nunca oída, es decir que se observa con absoluta claridad que estamos bajo un domo gigantesco que hace el eco para el aleteo.
Desde entonces nadie se queja de las antiguas diversiones practicadas por los taxistas y conductores de peseros, ahora del Tuzobús, que se carcajeaban cada vez que mojaban a un cristiano o cristiana que esperaba en la esquina el transporte. Ahora la espera desesperante es que el agua amaine y se suelte un concierto de truenos, porque ahora sabemos que son las alas de ángeles que baten contra el aire; las alas de verdaderos ejércitos que simplemente llegan para asegurar que tarde o temprano serán guiadas al único lugar donde el primero de ellos llegó y pudo saciar su sed de siglos.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta