• Una parte del hombre que mira y camina
Una parte del hombre que camina en la calle se quedó para siempre al pie de la escalera donde cayó de cabeza y rebotó como pelota. No se puede ir a ninguna parte, y durante las noches va de un lado para otro, sin entender qué sucedió, por qué él, y no el otro, fue quien recibió la condena de quedarse en el lugar donde debía haber muerto. Ha pasado casi medio año y ha entendido que no hay remedio, que mientras su otra parte respire, pueda responder quién es, necesariamente él está condenado a un edificio que se quedó mocho desde hace 14 años, una gran bodega donde está seguro sobrevivirá la rotativa que imprime periódico muchos años después que se haya ido.
Buena parte de su vida la pasó de ese modo sin darse cuenta, porque descubrió que aprendemos, con el paso de la existencia, a poner límites a todo, incluso a los sueños, los miedos, las alegrías. Somos animales que de nacimiento colocamos una bandera en cada esquina donde se supone termina el terreno para construir la casa que es la vida misma.
Así que no le resultó extraño haber medido a puros pasos el ancho y largo del terreno donde se asienta el lugar donde trabajaba, y donde ahora anda errante como alma en pena, por el simple hecho de que se partió en dos cuando se escapó de la cabeza de su dueño que resulta ser él mismo, pero al mismo tiempo otro.
Después de meses y meses, se ha dado cuenta que una cosa son las películas de fantasmas que pueden intervenir en la vida de los mortales y otra, muy diferente, cuando es la misma persona que salvó el pellejo apenas por unos milímetros y gracias a las manos sabias del cirujano. De tal modo que no sabe a ciencia cierta qué es: tal vez el rescoldo de algo que ardió en el corazón del no difunto, el alma que resulta no está en el corazón o por esos rumbos, sino en el cerebro, una parte de las muchas personalidades que tenemos, las ilusiones que edificaron otro yo que es él.
No está a disgusto porque nunca fue real en términos concretos, pero sí el motor que animó buena parte del hombre que mira llegar a la oficina, apurar el tiempo, mirar a la nada y pasarse así más minutos de lo normal, que es justo cuando cree que lo ha descubierto.
Lo ha visto escribir una y otra vez que perdió algo cada hora, cada minuto y no recordar donde dejó las llaves del auto, los lentes, la cartera. El olvido es un signo claro de que tampoco está a gusto, con todo y que la suerte le sonrió al salvarlo así, de milagro, de lo que tarde o temprano habrá de vivir, es decir, morirse.
Pero con todo, y seguro fruto de quedarse con las manías del no difunto, experimenta un sentido gozo por tener anotado en un cuaderno que cuando menos él sí puede ver, el número de libros que hay en el librero de la oficina principal, sus títulos y autores; el de los que están en la sala; el de los discos que su yo viviente numeró con enfermiza obsesión para después hacer bolas y no encontrar nunca la forma de acomodarlos en orden decreciente.
Hay noches en que sí está a punto de tirar la toalla y por lo menos intentar escapar, pero sabe que no hay a dónde, y que además eso es imposible si no recibe la aprobación del propietario de su destino que es él mismo, pero es otro.
Así que se queda, duerme como si deveras existiera en una cama diminuta colocada en un cuarto de un metro de ancho por dos de largo, aunque eso sí con una altura de casi tres, lo que lo aleja de ser una cripta. Escucha la misma música con la que se preparaba, cuando era uno con su dueño, para cerrar los ojos y esperar que la mañana le traiga el milagro de regresar al minuto exacto en que pudo haber cerrado la puerta con llave y decir hasta mañana.
No, no lo hizo y por eso él paga las consecuencias, aunque el otro también, que no logra encontrarse, que ha perdido la capacidad de sentir sin el alma que se le escapó de la cabeza cuando ésta rebotó en suelo como pelota.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta