LAGUNA DE VOCES

* Aurora, 50 años con nosotros

Todos los días desde los siete años se acostumbró a pronunciar su nombre, en la mañana, entrada la tarde y antes de dormir. Estaba seguro que de alguna forma mantendría con vida no solo su recuerdo sino a ella misma; hasta que ya grande, casi militante de la generación que tiene acceso a una credencial con la que hacen descuentos en el autobús y dejan pasar de gorra en los museos, volvió a encontrársela una noche de noviembre. Era igual con sus ojos grandes y el cabello chino, su voz que tan solo de escucharla tranquilizaba como cuando le hacía la tarea que unas monjas canijas le dejaban de un día para otro: hacer planas del 1 al 10 mil de uno en uno.
    En realidad quien había cambiado era él, porque había confundido extrañar con sufrir, y eso no era de ninguna manera lo que ella le había dicho antes de irse, mucho menos que se guardara en la cabeza el significado de nunca jamás, porque no era el caso, y lejos de abandonarlo se hizo más presente noche y día. Él, con la manía de la tristeza, le había impedido que transitara con calma el camino que lleva a esas otras realidades donde todo es posible.
    Regresó en noviembre, unos días después de su cumpleaños y se puso a platicar con él en la banca del jardín, con la paciencia de quien trata a un niño, para darle consejos, decirle que no se espantara ante la felicidad y que si podía se abrazara a esa oportunidad que la vida ofrece pocas ocasiones. Que dejara de angustiarse y aceptara que después de todo la vida es un momento muy corto pero valioso para preparar todo lo que se necesita en el camino que no termina cuando llega la muerte.
    Sí, le dijo, es difícil tener que irse apenas a los 39 años con un hijo recién nacido al que ya no podría tener en sus manos, pero que dejó en manos de su cuñada más querida que a la postre se convirtió en su mamá.
    Hace 50 años se fue, pero eso es un decir. Siempre ha estado aquí, en los sueños, en la posibilidad real de platicar con ella cuando lo cree conveniente, y de ver con sus ojos la oportunidad de estar vivo, alegre de sobrevivirse, de saber que cada 12 meses cumplirá más años y por lo tanto más cerca de redescubrir el camino exacto hacia la esperanza.
    Ahora lo sabe, que todos los días debe pronunciar el nombre de cada una de las personas que ama para que sean cuidadas, para que nada permita que las olvide, para que vivan aún más allá de lo que marca el calendario del destino, en caso de que lo haya.
    Con absoluta certeza conoce que nadie se va para siempre, si acaso se ausenta unos años, pero está con nosotros cuando nos ve necesitados, acongojados, tristes a más no poder, ajenos a la vida que nos dieron.
    Así que a diferencia de otros años, hoy que se cumplen 50 años de que Aurora, mamá, se fue, se hizo ausente por razones que solo Dios puede saber, me despierto y pronuncio su nombre junto con el de cada una de las persona que me aman y amo, y de prono todo está más tranquilo, más con posibilidades de convertirse en felicidad.
    De pronto me doy cuenta que por fin estoy en paz con la vida, que aunque sea corta o larga, siempre es un camino. De pronto celebro el cumpleaños de mi hermano con ese enorme gusto de saber que él fue y es el mejor mensaje dejado por mi madre; el mensaje que habla de amor, de una herencia que se tradujo en generosidad de mi tía que se convirtió en madre de Edgar, de mis primos, que son hermanos.
    Todos los días pronuncio su nombre, ahora con enorme felicidad, porque sé, vaya que lo sé, que vivo una historia mágica que nunca terminará, porque empieza donde algunos piensan que termina.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta

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