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LAGUNA DE VOCES

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    •    Di su nombre, di sus nombres


Deben existir los milagros, lo que nos ofrezca la posibilidad de que la vida sea algo más que un simple pasar sin saber hacia dónde, ni el porqué de nuestra estancia en este lugar que llamamos la realidad.
    Un milagro representa la seguridad de que acabado el tiempo que se nos otorga, seremos testigos de algo que siempre habíamos esperado, pero que la duda angustiosa y machacona nos impedía aceptar.
    Y no, no me refiero a los milagros que ahora hasta promocionan en anuncios comerciales, como si se tratara de un show (en eso lo convierten), y pudiera ser manejado al gusto del histrión en turno. Eso no, mucho menos el que pinta una raya invisible y hace que sus achichincles se retuerzan como pescados fuera del agua al intentar pasarla. Eso no, tampoco el sinvergüenza que por mano divina logra que una mujer baje de peso a la vista de todos. Eso no.
    Hay milagros más importantes y que tienen que ver con la generosa donación que recibimos al nacer a través del corazón de nuestros padres, con la capacidad de amar a las personas, y por lo tanto de compartir con ellas la buena nueva de que deseamos fervientemente ser felices.
    No basta evidentemente la simple intención, porque también dependemos de las circunstancias, el entorno, la buena o mala suerte, la existencia o carencia de recursos económicos. Nadie exigirá a quien apenas tiene para vivir que sea feliz a fuerza de desearlo, aunque tarde o temprano nos damos cuenta que el asunto de la felicidad se construye en cualquier lugar y condición.
    El milagro fundamental tiene que ver con la certeza de que hay algo que nos trasciende a nosotros mismos, algo con toda seguridad mágico, sin que esto signifique que invocaremos a misteriosos entes que aparecerán de la nada y nos llevarán a universos fantásticos.
    Es más fácil recordar con cariño inmenso a las personas que amamos y hace tiempo que partieron, para que de pronto nos tomen de la mano para volver a contarnos que todo está en el corazón, o en el hígado que siente dicen Las Ardillitas de Navidad; que todo lleva al principio fundamental de amar lo que hacemos, amar la esperanza de que al despedirnos de la vida, encontremos el camino para llegar al lugar donde los sueños nos esperan para seguir, para ser.
    Resulta una tarea fundamental pedirles a esos seres luminosos que son nuestros difuntos, que nos acompañen siempre, que cuiden a las personas que son parte vital del corazón, del cariño que nos enseñaron a tener. Y el resultado es siempre uno: se despierta el milagro de escuchar, de palpar con serenidad la realidad, de sentir el suave roce de una mano que de pronto nos trae el milagro fundamental de que las personas que amamos con toda el alma sigan a nuestro lado.
    Es asunto fundamental la memoria, el cariño, el pronunciar todas las mañanas y todas las noches el nombre, los nombres de quienes se fueron, de quienes están, de quienes vendrán, porque el mundo se construye a partir de la palabra, igual que en el Génesis cuando todo apareció.
    No, no es igual que el cuento de Paz del hombre que llegaba todos los días a la cantina, pedía una copa y repetía machaconamente: “ojalá te mueras, ojalá te mueras”. Hasta que una ocasión llegó, no pidió nada para tomar y solo dijo: “está hecho, murió”. No, no es lo mismo, pero parecido. No es lo mismo porque el objetivo central es el amor, el cariño. Se parece porque a partir de pronunciar nombres mantenemos con nosotros a los que ya no están, damos vida a los que están. Es un hecho y no mero asunto literario.
    Así que la magia existe, la magia en que construimos a partir de la palabra amorosa, la vida misma, la real posibilidad de platicar con nuestros difuntos, aunque no sea su día ni su mes.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta