* Infierno en la tierra
Hemos mirado una y cien veces los videos donde aparecen antorchas humanas que corren despavoridos y gritan para pedir una ayuda que hasta a sus parientes es imposible brindarles: bañados en gasolina simplemente no se apagan, y tal vez corrieron mejor suerte los que murieron al instante carbonizados, sin saber a ciencia cierta cuándo dejaron este mundo, sin saber si habían muerto o todo se trataba de un mal sueño.
¿Qué sucede cuando lo único que se puede ver es un paisaje nocturno que se mueve como cuando en el puesto de tortillas el aire caliente provoca espejismos? ¿Qué sucede cuando es inminente que se dejará este mundo se haga lo que se haga, pase lo que pase?
Porque a un cuerpo incendiado hasta los huesos, no habrá poder humano que lo apague. Se tendrá que convertir en un pequeño carbón que esperará a que amaine el aire y luego extinguirse, hacerse nada, polvo de huesos.
La piel se hace agua con una temperatura como la generada en Tlahuelilpan, cae a pedazos, el rostro se hace una máscara amorfa antes que los huesos estallen, se pulvericen, se esfumen repentinamente.
Los miramos y no alcanzamos a entender cómo es posible que todavía corran, que no escuchen a quienes les gritan que se revuelquen en el suelo para que puedan apagarse. Lejos de ello corren más aprisa y la antorcha crece y crece. Hasta que de pronto caen al suelo, al pasto, y nadie se atreve a correr para envolverlos en una manta, porque ya están muertos en su mayoría, porque todo es confusión y miedo. ¿A quién le llega la tranquilidad cuando todo arde, cuando la noche se hizo infierno y el infierno muerte?
En Tlahuelilpan se instaló el infierno, el de las llamas, no el del castigo, que por jodidos Dios no los castiga, tampoco por robarse lo que no debían, mucho menos por querer llenar el tanque de su auto. Se instaló el infierno porque ganó el demonio de la corrupción que festeja que cada 24 horas se anuncie que son más los difuntitos; se instaló porque ahora no se trata de quién la hizo, sino quién la paga. Y de pronto los soldados ya son vistos como culpables.
Hay muchos culpables, y las propias víctimas también lo son, pero en un efecto de rebote.
El infierno de todos tan temido es cuando ninguna buena voluntad puede mejorar las cosas, cuando se comprueba que gana la maldad y se lleva a quien se pone a su paso, para dar testimonio del poder del que no es bueno, es decir del demonio de la codicia, de la corrupción.
Ningún ser humano es ajeno a los pecados capitales, o como cada quien quiera llamarlos. El asunto central es que unos pocos capitalizaron en su provecho el de la corrupción y nade puede quitárselo de las manos.
Que no se olviden estas antorchas humanas. Que no se olvide que todos podemos ser víctimas de la corrupción sin beneficiarnos de la misma. Daños colaterales les llaman. Es decir muertos que se murieron porque alguien debe morir, sin nombre, sin rostro, sin nada que pueda hacernos creer que fueron seres humanos.
Porque un pedazos de hueso no es una persona, mucho menos polvo de hueso, carne al rojo vivo, carne en pedazos repartida por el campo.
Dejar de ser alguien para ser nadie, es lo peor que pudo pasarle a muchos que ya no aparecieron, ya nunca aparecerán, o los que quedaron convertidos en una bolsita de huesitos como de pollo. Ese es el infierno instalado por la corrupción: hacer que todos nos esfumemos, que nadie sepa de lo que soñamos, lo que aspirábamos a ser, lo que nos convertía en personas que tenían ilusiones.
Y todo por unos méndigos litros de gasolina, todo por bañarse en un río salido del mismísimo infierno.
Mil gracias, hasta mañana.
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@JavierEPeralta