* Y cuando despertó, la otra desapareció
Siempre despertaba en las madrugadas. Era una urgencia sin nombre que le había hecho pedazos el sueño, de tal modo que a las tres de la mañana se convertía en un fantasma errante que no entendía cómo era posible que a su alrededor todos durmieran sin problema alguno y ella tuviera que contar los segundos, las horas, hasta que finalmente el cielo se ponía colorado y después llegaba el sol.
Probó todo tipo de menjurjes que algunas amigas le aseguraban la mantendría como un tronco hasta que el despertador la llamara para salir al trabajo. Pero justo a las tres en punto abría los ojos con la seguridad de que ya no era asunto de enfermedad, sino de algo más profundo, más cercano a la seguridad de que era real el sueño en que se veía hecha un ovillo en el asiento de un autobús que iba con rumbo desconocido.
-Si no abres los ojos te vas a pasar y tendrás que quedarte por lo menos una semana en San Sebastián si quieres regresar niña, así que vete despertando.
El chofer, un hombre de grandes bigotes hasta eso era amable, igual que la señora que la había tapado con una cobija. Pero no podía, no quería abrir los ojos.
Luego de tres meses de dormir apenas unas horas y no poder bajarse del autobús, y mucho menos despertarse, se dio cuenta que llegaron a una terminal donde vendían pan de dulce en una especie de cafetería, pero ni así se animó a levantarse.
Algo le decía que hacerlo le traería como consecuencia nunca volver a ser la mujer que ya era, que con todo y los desvelos había construido una vida que le gustaba a veces, que la manejaba como una especie de sala de espera para algo que con toda seguridad estaba por llegar. Pero despertarse en el autobús y bajar en el pueblo haría que en un segundo desapareciera la existencia que era de ella y solo de ella.
Cada vez que la movían para que abriera los ojos, lo hacía en su vida de adulta y por lo tanto estaba segura que debía permanecer en vigilia, porque era el equivalente al sueño de ella cuando pequeña.
Resultaba imposible aguantar ese ritmo luego de darse cuenta que el sueño no era sueño. Luego de abandonar cualquier remedio para el insomnio; luego que su esposo la encontró llorando en la sala y no pudo entender lo que le decía acerca de una niña que dormía en un autobús que nadie conocía.
Sin embargo supo que tenía la oportunidad de empezar todo de nueva cuenta, de intentar cuando menos la felicidad, porque la mujer adulta que era simplemente se había dispuesto a dejar que el tiempo se hiciera cargo de todo, incluso de su profunda tristeza.
Si cerraba los ojos y despertaba hasta el amanecer del otro día, empezó a darse cuenta, el sueño que era su casa, la ciudad donde vivía, lo que hacía para ganarse un salario se esfumaría y nada quedaría en la memoria.
Lo único cierto era que la niña se negaba a despertar y eso le daba oportunidad de unos meses más de vida, de esa vida que casi siempre maldecía, pero que estaba segura extrañaría, aunque si el olvido se come todo, entonces no había problema.
Eso pensó.
Y de pronto abrió los ojos, le sonrió al chofer bigotón. Entregó la cobija que esa señora amable le había prestado. Miró el pueblo con sus calles anchas y el jardín donde se reunían los fines de semana muchas familias. Miró a su papé de lejos y corrió para abrazarlo.
-Soñé con una mujer que todos los días se despertaba a las tres de la madrugada. Pobrecita, me dio tristeza porque andar todos los días desvelada puede hacerle pensar que un día despertará y ya no será ella.
Entró a su casa, se dirigió a la cocina y disfrutó como pocas veces hacer un guisado con su mamá.
CITA:
Resultaba imposible aguantar ese ritmo luego de darse cuenta que el sueño no era sueño. Luego de abandonar cualquier remedio para el insomnio; luego que su esposo la encontró llorando en la sala y no pudo entender lo que le decía acerca de una niña que dormía en un autobús que nadie conocía.
Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta