LAGUNA DE VOCES

* Condena eterna

 

Tardé la primaria y secundaria para agarrarle un poco de cariño a la escuela.

            La primera vez que me llevaron a la escuela supe, luego de un mínimo pero eficaz análisis de las circunstancias, que estaría condenado por lo menos los siguientes nueve años a un verdadero calvario, del que no habría poder humano que me salvara.

            Dejar la seguridad del hogar, la despreocupación por todo, el sentimiento único y sentido de que los problemas son asunto de gente preocupona y sin alegría, representó, en términos reales, un desgarramiento por el que tuve que guardar luto durante la mayor parte de mi existencia.

            Apenas cruzaba el gigantesco zaguán pintado de verde, y escuchaba que corrían el gran pasador -al que agregaban un candado-, daba por hecho que me encontraba preso acompañado por otros reos de similar peligrosidad, igual de tristes y resignados a purgar una condena para lo que no encontraban explicación alguna.

            No, a mi no me gustó ir a la escuela, al menos primaria y secundaria. Y no porque al sentimiento de preso en condena se sumaran maestros y maestras que gustaban de jalarnos de las patillas, o darnos de borradorazos en los dedos de las manos puestos en forma de cucurucho. No porque lo que ahora llaman bullying, se tradujera en “tiritos amistosos”, previa amenaza del más gandaya quien citaba, “nos vemos a la salida”.

            O tal vez, seguramente, fue en parte lo anotado, pero el factor fundamental para que a mi, como a otros presidiarios, no nos gustara pasar toda la mañana en el salón de clases, fue que nunca alcanzamos a distinguir lo que de bueno debía traer a nuestras vidas dejar la casa para adentrarnos en el mundo de los de razón, sin otra guía que pobres profesores abandonados a la mano de Dios, fastidiados de sus propias existencias, seguro mal pagados, y que también se preguntaban cuando miraban a 30, 40 y hasta 50 alumnos, “¿qué jijos hice para merecer esto?”.

            El primer día de clases fue por todo eso, algo así como la vez que en un Centro Social Popular (y que conste no dije “club” o “gym”), decidí que con tirarme a la alberca sin saber nadar podría aprender así, por pura intuición. Los buches de agua que saqué, previo apretón de barriga, me hicieron comprender que no era así el asunto, y que en esta vida todo, o casi todo, debe ser aprendido.

            Por eso, siempre que miro el rostro de niños en su primer día de clases, no por regresar de vacaciones, sino primero de primeros días de clases, estoy cierto que muchos de ellos no entendieron ni entienden a ciencia cierta de qué se trataba todo este asunto, ni las pláticas de los papás que a toda costa intentaron hacerles entender que la escuela era la segunda parte de su hogar, y por lo tanto no había nada qué temer.

            Lo peor del asunto es que la condena es hasta la eternidad, y que muchos le agarran el gusto a eso de no querer dejar nunca la escuela. Es como si al preso que finalmente termina su condena, de pronto le diera por anunciar que por voluntad propia seguirá dos o cinco años más para perfeccionar su gusto por la cárcel.

            Pero es real. Con la preparatoria se le encuentra finalmente el chiste a esto de pasarse horas encerrado en un salón. La universidad nos coloca en un plano diferente, absolutamente diferente. El posgrado hace que uno se convierta en todo lo contrario al que espantado iba a estudiar.

            El asunto es que uno no puede saltarse la primaria ni la secundaria.

            Como el niño del anuncio que quiere ser astronauta pero tiene un pequeño problemilla, “le tengo miedo a los marcianos”, afirma.

            Mil gracias, hasta mañana.

 

peraltajav@gmail.com

twitter: @JavierEPeralta

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