LAGUNA DE VOCES

   •    El imperio de la muerte


Stephen Paddock, un contador jubilado de 64 años de edad, armado con rifles de alto poder disparó ráfagas de balas a una multitud reunida en un concierto de música country, desde el piso 32 del hotel Mandalay Bay de Las Vegas. El saldo usted lo conoce: 50 muertos y por lo menos 400 heridos, en lo que ya es calificada como una de las peores matanzas en la historia de la Unión Americana.
    Las posibles explicaciones pueden ser, desde afirmar que es el acto de un demente producto de una sociedad enferma como la estadunidense, a que era un convertido por el Estado Islámico en uno de sus fieles soldados y que como tal actuó para gloria de Alá.
    Otras más misteriosas podrían afirmar que de alguna manera había recibido una orden de fuerzas más allá del entendimiento, para conjurar un posible destino infausto de toda la humanidad; o que bajo la promesa de que en un futuro lejano sería entendido su proceder como algo único y cercano a la divinidad, es que habría procedido.
    A ciencia cierta nunca sabremos la razón para que un hombre, que durante sus 64 años de edad dio muestras claras de que su vida era lo que consideramos “normal”, de pronto la noche de este domingo que acaba de pasar, decidiera apuntar sus armas y disparar sin piedad contra una multitud que no entendió, sino pasados los primeros minutos, que habían sido colocados en un paredón de fusilamiento.
    Cuando la policía llegó a la habitación del hotel que eligió para hospedarse, lo encontró muerto “probablemente producto de un suicidio”, según manifestaron, con lo que la razón real para su proceder se la llevó a la tumba; porque nadie, ni su hermano que no atinaba a entender lo que había sucedido, ni las investigaciones que ahora se sucederán una tras otra, definirá a ciencia cierta este rompecabezas.
    Simplemente no se entiende, es absurdo y a los propios familiares de las víctimas no les cabe en la cabeza que un hombre que incluso tenía fama de afable y bonachón, sea el responsable de una de las masacres más numerosas en la historia del vecino país del norte.
    Algo pasa sin duda en el mundo, en la sociedad estadunidense, en todas las sociedades, que tenemos que ser testigos de acontecimientos como el anotado.
    Porque evidentemente no es lo mismo que un terremoto provoque una cantidad enorme de muertes, a que una persona tome el papel de destino, Dios, ejecutor, o como se le quiera llamar, en un momento de la historia mundial que evidentemente trae cada día más preguntas que respuestas.
    Vi una entrevista al hermano de Stephen Paddock, donde el reportero le pregunta si de alguna manera lo que hizo su hermana afectará a su familia, “¿cómo quieres que no si mató a 50 personas?”, contesta, sin dar crédito a que alguien pudiera pensar lo contrario.
    El hecho es que hasta antes de haber disparado contra una multitud, el contador público jubilado había llevado una vida tranquila, dentro de los parámetros que una sociedad como la norteamericana considera como “normal”. Y seguramente así había sido. Porque ese factor, “la normalidad”, es lo que ha provocado una irracional tendencia a buscar explicaciones todavía más ajenas a la cordura, ante la imposibilidad de intentar las de la locura, las de la sociedad enferma, las de un mundo sin destino y sin valores, etcétera, etcétera.
    No hay claridad en nada. Como no sea que hay 50 muertos hasta el momento, y que el imperio de la muerte ya no está en manos solamente de países gobernados por desquiciados mentales, sino de personas, usted, aquél, que un día cualquiera deciden que es tiempo de cumplir un destino que solo ellos conocen.
Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta
CITA:
A ciencia cierta nunca sabremos la razón para que un hombre, que durante sus 64 años de edad dio muestras claras de que su vida era lo que consideramos “normal”, de pronto la noche de este domingo que acaba de pasar, decidiera apuntar sus armas y disparar sin piedad contra una multitud que no entendió, sino pasados los primeros minutos, que habían sido colocados en un paredón de fusilamiento.
    
    
    

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