LAGUNA DE VOCES

 

La Ciudad de México es la de siempre de hace tantos años, pero es diferente. Me contaba mi hijo que apenas salió a la calle  el 19 de septiembre luego del terremoto, empezó a circular en las redes sociales un llamado para que llegaran a diferentes zonas de la colonia Roma y La Condesa en motos y bicicletas (no en autos para evitar estorbarse) con palas, picos, cubetas, todo lo que tuvieran a la mano para arrancar de inmediato la búsqueda de sobrevivientes.

            “Era un mar de motos y bicicletas. Todo Insurgentes se llenó de pronto y a cualquiera lo emociona ese sentimiento que no piensa, no calcula, simplemente responde y se convierte en lo que vi: cientos de muchachos y muchachas, pero también gente grande, dispuestos a lo que fuera con tal de ayudar”.

            Eso pasó en la capital del país. Todavía pasa.

            A mí como a cualquiera que pasó la mitad de su vida en el entonces DF, siempre le traerá recuerdos pisar sus calles, reconocer un edificio que antes apenas estaba en la imaginación de algún arquitecto; sentirse en el centro de un escenario único que amamos, que por asuntos de trabajo y vida luego dejamos en el recuerdo, pero que siempre está ahí, porque sin memoria es difícil vivir el presente.

            Cada día conozco menos la ciudad donde viví hasta los 22 años, y es algo lógico, porque en 33 años nosotros mismos apenas si creemos que a quien vemos en el espejo es el que guardamos estático en la memoria, y que por asuntos de autoestima siempre es un veinteañero. No, qué vamos a ser los de entonces. Incluso la mirada cambia, es menos crédula, menos inocentes pues y a lo mejor más cercana a la duda en torno a todo.

            Solo la bondad de sus jóvenes, de la inmensa mayoría de sus habitantes, hace que de pronto nos miremos como en esos tiempos, en que lo único importante era dedicar buena parte del día a contemplar el futuro que estábamos seguros sería nuestro y de nadie más.

            Los muchachos y muchachas que en estos acontecimientos tomaron el destino del país se parecen mucho a lo que fuimos algún tiempo, aunque pocos lo crean. El factor fundamental es que habíamos aprendido de nuestros padres que el único deber que se tiene en la vida es servir, y esto de servir puede ser entendido en todas sus acepciones.

            Servir para algo. Pero servir, no buscar servirse o que a uno le sirvan. Uno debe servir a sus semejantes, no en actitud de servidumbre, sí en la de hermano de la vida.

            Los mejores amigos que tuve, y seguramente a todos les pasa igual, los tuve justo en esas edades que van de los 18 a los 20 y tantos años, y ahora que me acuerdo eran buenas personas, unos más que otros, pero todos con un sentido único de creer en la posibilidad de que nuestros padres se sintieran orgullosos de lo que llegáramos a hacer.

            Ahora, con todo y que algunos insistan en eso de que “todo tiempo pasado fue mejor”, puedo asegurar que no es así, que los jóvenes son jóvenes en cualquier año del tiempo, que a esa calidad única de ser idealistas solo la vencen los meses, los años, pero algo queda hasta la eternidad.

            A mí, como a cualquier padre de familia, le llena de gusto la lección que nuestros hijos nos dieron en estos días de zozobra y tristeza, porque fuero lo que a nuestro modo fuimos a su edad: buenas personas, solidarias, interesadas en los otros porque así se los dictó su corazón, su amor por la vida.

            Y de algún modo u otro, eso también llena de orgullo a sus abuelos, a los papás de sus abuelos, al origen mismo de su historia familiar.

            Las calles de la Ciudad de México siempre tienen esa posibilidad de recordarnos y mirarnos en los que fuimos, en los que somos.

 

Mil gracias, hasta mañana.

 

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

@JavierEPeralta

 

CITA:

A mí, como a cualquier padre de familia, le llena de gusto la lección que nuestros hijos nos dieron en estos días de zozobra y tristeza, porque fuero lo que a nuestro modo fuimos a su edad: buenas personas, solidarias, interesadas en los otros porque así se los dictó su corazón, su amor por la vida.

            Y de algún modo u otro, eso también llena de orgullo a sus abuelos, a los papás de sus abuelos, al origen mismo de su historia familiar.

            Las calles de la Ciudad de México siempre tienen esa posibilidad de recordarnos y mirarnos en los que fuimos, en los que somos.

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