LAGUNA DE VOCES

    •    Celebrar la escuela

Hay un arte en eso de forrar libretas y los libros con la Patria en su portada, que bandera en mano mira al horizonte. Tania me dice que ponerle una mica que no es mica sino “contact” es muy diferente, en tanto su hija hace que la ayuda, todavía con la emoción de haber empezado el quinto año de primaria.  En un suspirar me doy cuenta que irremediablemente los niños dejan de serlo, y nosotros no, porque vamos de regreso a esa etapa de la vida.
    Hace poco era el que se retorcía de dolor de barriga cuando esperaba con singular terror, que llegara el día en que debía ser llevado a la celda de ejecuciones por mi propia familia. Sin chistar, con la cabeza gacha, nunca pude entender cómo es que había otros niños que corrían alegres al salón de clases.
    Valentina, mi nieta, es de quienes llegan con ojos de borrego, pero sin ninguna preocupación a la primaria. Se despide todas las mañanas, manda mensajes grabados por teléfono, cuenta chistes, se ríe y con esa tranquilidad que tienen los que no le tienen miedo al mundo, corre con su mochila de rueditas al portón del colegio.
    Hay los que afirman tener amigos desde la educación básica, y que si se encuentran hacen el recuento de los seis años vividos apenas abandonado el hogar. Dicen que se acuerdan de tal maestro o maestra, el conserje, la directora.
    Yo solo guardo gratos recuerdos del profesor Arturo del Segundo A, porque todo indicaba que disfrutaba su trabajo, y ser maestro era su vocación seguramente desde pequeño. Eso lo transmitía a sus alumnos y alumnas. Se le veía alegre, y cuando ocurría alguna tragedia en el hogar de uno de esos diminutos seres humanos que lo miraban, sabía la manera de hacer comprender que la muerte de un pariente no era el final, sino el principio de las cosas.
    Pero de ahí en fuera ninguno. Seguro tuve mala suerte, o los astros se orientaron de manera equivocada para ponerme a maestras que disfrutaban jalarnos de las patillas, pegarnos con el borrador en los dedos hechos en gesto de “así estaba de lleno”, y en muy frecuentes casos tundirnos con un metro de madera.
    Sin embargo eso era algo benévolo si he de comprarlo con otros dos personajes siniestros que seguramente padecían algún desorden mental: el profesor Joaquín y el “Maestro Kárate”, que a la fecha no sé cómo se llamaba.
    El primero era un hombre alto de pelo cano y gesto intimidatorio. Padecía de dolores intensos de cabeza casi siempre, y antes del recreo anunciaba que repartiría chocolatitos a los que se habían portada mal. Los chocolatitos eran cinturonazos que retumbaban en el salón como si un rayo se hubiera colado por las ventanas.
    Nunca he comprendido el porqué ni uno solo de los papás de los compañeritos golpeados acudió un día a la primaria, para reclamar o tundirle a golpes al abusón.
    El otro estaba peor. Era un personaje por momentos misterioso con rasgos orientales, lentes fondo de botella, pelo envaselinado y traje con moño. Un verdadero orate, pero que en lugar del cinturón golpeaba a base de karatazos, es decir la mano en forma de cuchillo rebanador y a veces adornado con unos cuantos patines.
    Celebro que mi nieta acuda a una escuela de estos tiempos, en que a ningún profesor se le ocurriría practicar artes marciales con sus alumnos. Celebro que el tiempo haya pasado para darnos niños cada vez más libres de hablar, de contar, de acusarse y no morderse la lengua como muchos de esos tiempo hacíamos por el miedo, el méndigo miedo de quién sabe qué.
    No, yo no fui despreocupado a la escuela, pero mi nieta sí, mis hijos; y eso me da gusto, me hace mirar el cielo de las mañanas cuando los llevo y agradecer un día por vez, la oportunidad de gozar con ellos esto de ir sin ninguna angustia a la primaria.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta

CITA:
    Yo solo guardo gratos recuerdos del profesor Arturo del Segundo A, porque todo indicaba que disfrutaba su trabajo, y ser maestro era su vocación seguramente desde pequeño. Eso lo transmitía a sus alumnos y alumnas. Se le veía alegre, y cuando ocurría alguna tragedia en el hogar de uno de esos diminutos seres humanos que lo miraban, sabía la manera de hacer comprender que la muerte de un pariente no era el final, sino el principio de las cosas.

    

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