LAGUNA DE VOCES

Agua de lluvia para el alma

La lluvia apacienta los campos tatemados por la calor que parecía nunca dejaría de embrocarse sobre la tierra ceniza. Es un respiro en el mes de mayo y las noches por fin se convierten en el mar con el chapoteo de las gotas que caen de las azoteas, en tanto que el viento leve como un soplo en la nuca, repite con calma la oración de los niños que se van a dormir.
    Igual sucede con las personas que necesitan agua del cielo para purificarse el corazón. Por eso se asoman cuando, después de un largo y doloroso estiaje, el cielo deja en claro que hará caer lluvia sin distingo. Y se les ve quitados de la pena cuando niños en el rito generoso de brincar sobre los charcos, y luego esperar ser los primeros en recibir el baño de nubes lloronas.
    Resulta que es cierto. Que apenas nos miran a los ojos están resplandecientes, nuevos como recién salidos de la fábrica, tan limpios del alma que nadie se atreve a sostenerles la mirada.
    Con el tiempo pocos, casi nadie, conserva la costumbre de salir apenas una gotas golpean los techos de la casa, tomar al recién nacido que se les cruce en su camino y argumentar con absoluta seguridad que deben recibir agua de lluvia en la cara, porque es el modo más certero de que Dios los bendiga.
    Mi padre tenía esa costumbre, y Tania primero, luego Javier y por último Mariana salieron sin cobijas en sus brazos para hacer honor a la historia mágica del pueblo que podía explicar todo, absolutamente todo, con la transparencia del cielo.
    Él siempre tuvo la seguridad de que la vida apenas era el comienzo de una gigantesca aventura, de que sus difuntos lo acompañarían a donde fuera, y que con más de uno tendría que arreglar cuentas, pero sin temor, mucho menos miedo, porque su corazón de hombre de campo le decía que el principio y el final siempre acaban por encontrarse.
    Los días de lluvia además aceleran el pulso de los recuerdos, nos traen de vuelta la historia particular que nos hace ser lo que somos y apacientan el alma cuando empezamos a pensar, de nueva cuenta, que todo es una carrera absurda hacia la nada.
    El agua de las nubes otorga capacidades ilimitadas a las personas que conservan el alma pueblerina. Por principio les da la capacidad de ser transparentes, y sus ojos una oportunidad única de mirar el alma, que igual al corazón, late, brinca y se ríe.
    No hay alma más escandalosa que la de mujeres de pueblo, y con un sentido de festividad que la lluvia nutre como las milpas.
    De vez en cuando, si la tos y la gripe no lo impiden, deberíamos salir al patio, a la calle apenas se asome la primera gota de lluvia; poner la cara al cielo y empezar a creer que algo mágico, único, se colará por los ojos hasta el alma, y hará que florezca con hojas recién nacidas para mecerse con el aire del mar que son las nubes.
    Eso hace falta.
    Porque de lo contrario las lluvias solo serán molestia, charcos, taxistas gandallas que gustan de bañar a los que esperan el autobús, baches en una ciudad que se llama Bachuca, tragedias en la Sierra y la Huasteca donde se construyen casas debajo de los cerros polvorones.
    Es decir que simplemente será una realidad amarga.
    Y lo otro es asunto de magia, de saber que la tierra es sabia en sus decisiones, y que refrescar los recuerdos, la melancolía a lo mejor, es sin embargo el mejor camino para constatar todas las veces que así sea necesario, el valor absoluto del agua de lluvia para el alma que amorosa brinca del pecho y se mira en los ojos recién bañados de mar.

Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
twitter: @JavierEPeralta

CITA:
Mi padre tenía esa costumbre, y Tania primero, luego Javier y por último Mariana salieron sin cobijas en sus brazos para hacer honor a la historia mágica del pueblo que podía explicar todo, absolutamente todo, con la transparencia del cielo.
    Él siempre tuvo la seguridad de que la vida apenas era el comienzo de una gigantesca aventura, de que sus difuntos lo acompañarían a donde fuera, y que con más de uno tendría que arreglar cuentas, pero sin temor, mucho menos miedo, porque su corazón de hombre de campo le decía que el principio y el final siempre acaban por encontrarse.
    
    
    
    

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