LAGUNA DE VOCES

•    La réplica del terremoto

La mañana del terremoto mi hija había cumplido dos meses y 17 días de nacida. Al otro día, es decir hoy hace 31 años me trasladé a la ciudad de México con la idea de ir a la agencia de noticias para la que trabajaba, ante la imposibilidad de comunicarme por las vías tradicionales, que en ese entonces eran el teléfono, el teletipo o el fax. Al caerse las líneas de Teléfonos de México, era obvio que todos los sistemas que dependían de las mismas, colapsaron.
    Como pude llegué a la estación de Indios Verdes del metro después de las seis de la tarde. Debía bajarme en Eugenia para de ahí caminar a las oficinas de Notimex. Sin embargo al llegar a Hidalgo decidí interrumpir el viaje. Eran las 19:32 de la noche. Crucé la entrada de la escuela donde estudié, la Septién, miré el gigantesco esqueleto de acero de lo que ahora es la Torre del Caballito, y todos intuyeron que algo iba a pasar porque el cielo se tornó de pronto rojo, un rojo encendido con rachas de viento salidas de la nada.
    Justo cuando un grupo de jóvenes hacían labores de apoyo para dirigir a la gente que todavía no atinaba a entender lo que había pasado un día antes, justo a las 19 horas con 37 minutos y 13 segundos, la tierra empezó a bambolearse, y las grúas que sostenían parte del acero de la torre, amenazaban con irse a tierra. Juro que al correr vi como el asfalto casi se me pegaba a la nariz, y el cielo más escandalosamente rojo.
    Si el 19 de septiembre el temblor había sido de 8.1 grados, el del día 20 llegó a los 7.5 grados, y con toda seguridad mató más personas que el primero, porque el número de enterrados vivos se contaba por miles que esperaban ayuda para salir de los escombros, que tenían fe absoluta de que ya la habían librado, de que serían conocidos como verdaderos renacidos.
    Hasta que al otro día por la noche el destino les aporreó hasta dejarlos difuntos de nueva cuenta.
    A todos los que viven un fenómeno de este tipo les pasa lo mismo: caminan sin rumbo, dan vueltas, miran sin mirar a nadie, se asoman al cielo para ver si no, de nueva cuenta, se pone rojo y el viento sopla con ánimos de lobo, el del cuento. Puede pasar hasta una hora sin que uno solo de los testigos recupere la cordura, hasta que la luz del recuerdo les dice que por una de esas cosas del destino no son los que están enterrados, sin esperanza de nada, como no sea la posibilidad de una muerte digna, es decir rápida y en lo posible sin dolor.
    Caminé toda la calzada de Tacuba hasta la Normal de Maestros, busqué el departamento de mi hermana, supe que todo estaba bien porque se había mantenido en pie, además que no estaba en la capital del país cuando esos hechos.
    Después vino el camino de regreso a Pachuca, para abrazar a mi hija que cumplía dos meses y 17 días.
    Y claro, no había autobuses ni forma de llegar a la Central Camionera o al paradero de Indios Verdes. Así que todos se subían donde podían, porque resulta que los dueños de autos particulares se dieron a la tarea de trasladar a donde se pudiera a la gente que caminaba sin rumbo. Así que estaba en marcha eso que le da sentido a la palabra solidaridad, porque cuando me dejaron pasadas las once de la noche en Indios Verdes, el muchacho que manejaba simplemente nos dijo: “suerte y cuídense”, y luego enfilo de nuevo hacia el centro de la ciudad tan dolorida, tan herida.
    Llegué a Pachuca pasadas las dos de la mañana. Me daban por muerto. Abracé a mi hija, a mi esposa y por vez primera empecé a pensar que el destino le tenía una mala pasada a los que acabaron de morir en la réplica del sismo, y a mi simplemente la oportunidad de saber de ese espíritu único de los que dejaron todo por varios días, simplemente para ayudar a sus semejantes, y a veces hasta poner en riesgo su propia vida por la de otros.
    Eso no se puede olvidar.
Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
twitter: @JavierEPeralta

CITA:
Si el 19 de septiembre el temblor había sido de 8.1 grados, el del día 20 llegó a los 7.5 grados, y con toda seguridad mató más personas que el primero, porque el número de enterrados vivos se contaba por miles que esperaban ayuda para salir de los escombros, que tenían fe absoluta de que ya la habían librado, de que serían conocidos como verdaderos renacidos.
    Hasta que al otro día por la noche el destino les aporreó hasta dejarlos difuntos de nueva cuenta.

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